Los Danieles. Operación Rescate

Ana Bejarano Ricaurte

Ana Bejarano Ricaurte

¡Están vivos! Deambularon por la selva durante cuarenta días cuatro hermanos de 13, 9, 5 y 1 años y por cuenta de las sabidurías ancestrales, la suerte, la benevolencia de la Madremonte, el trueque con los duendes, u otra razón enigmática, sobrevivieron. Estremece al mundo y a Colombia esta historia porque todo parece improbable: que hubiesen sobrevivido al accidente aéreo del que no se salvó su madre, que Lesly Mucutuy (la mayor) estructuró un sistema que les permitió alimentarse de los frutos selváticos y resguardarse, que supieran a su corta edad tantas cosas sobre la selva y sus peligros, que un grupo liderado por autoridades indígenas y militares pudiera encontrarlos.

Y entonces aparecen voces que llaman a la unidad nacional, porque, según ellos, esta historia debería servir para unirnos, para que la nación entera aplauda al unísono una sola causa. Se equivocan, porque desde ya se avizoran las mil vertientes que dividirán a la opinión pública, los reclamos de los bandos del pensamiento, las teorías conspirativas, las ausencias y excesos en la reconstrucción de este relato. 

Aunque la alegría por el regreso de los niños Mucutuy sea compartida, nada unirá —y menos en estos momentos de trincheras ideológicas— a una opinión pública atomizada e incapaz de escucharse entre sí. Y tal vez no debería. Porque un objetivo más noble y útil es que esta historia contribuya a avanzar en la conversación sobre la violencia, los pueblos indígenas y la niñez en Colombia.     

Lo primero sería reconocer por qué los Mucutuy viajaban en la avioneta accidentada: huían de la violencia que persigue incesantemente a los líderes sociales en los territorios, como a Manuel Ranoque, padre de los niños, que era acosado por el liderazgo que ejercía en la comunidad Puerto Sábalo-Los Monos. Es el destino de miles de campesinos, indígenas, afros, quienes desde su rincones defienden algún peldaño de la sociedad civil que se desmorona ante la persecución de los grupos armados, de los narcos y con la complacencia de un Estado indolente. 

Ello tiene consecuencias peores de dañinas para los grupos especialmente protegidos por la Constitución colombiana. Otra de las realidades inocultables de esta historia: el abandono estatal de las poblaciones indígenas. Su incapacidad de protegerlas, reconocer sus cosmovisiones, promover sus saberes, ofrecerles opciones de vida digna, permitirles sentirse representados y respaldados. 

Semejante paradoja: que el Estado abandone a los pueblos cuyos saberes, tradiciones y culturas permiten que cuatro menores de edad deambulen por la selva durante cuarenta días sin morirse; cuidándose de los animales peligrosos, de la cruel intemperie selvática. Un Estado que ha sido incapaz de salvaguardar y reconocer esas prácticas que tan útiles podrían ser para tantas tareas esenciales.   


Y, por supuesto, una institucionalidad que abandona a su niñez. A la indígena que sufre alarmantes niveles de desnutrición, desescolarización y hasta son víctimas de esquemas de prostitución en muchas partes del territorio. 

Pero se abandona en general a los niños, que son caprichosamente reivindicados en discursos políticos, manoseados por la derecha cada vez que quieren ponerle una cara amable a alguna idea regresiva y excluyente. Una niñez que, con excepción de pocos privilegiados, crece sin educación de calidad, sin espacio público para jugar, sin opciones reales de acceso a una vida digna. Aun así sirve para explotar las chivas periodísticas o como estandarte de buenas cortinas de humo, mientras que dentro de unas semanas se olvidarán los orígenes que permitieron un suceso que es tragedia y milagro a la vez. 

Por eso creo que la Operación Rescate no es una invitación inequívoca a que la Colombia dividida se funda en un gran abrazo nacional. Esos llamados, además de ineficientes, sirven para apagar el ruido de una indignación necesaria. Claro que una noticia que es el símbolo de tantos males no uniría al país. Unos agradecen a las fuerzas armadas, otros reivindican a las autoridades indígenas, unos explican el valor de los saberes ancestrales, otros los llaman “instinto aborigen”.  

Es más bien la oportunidad de regar un poco de luz sobre tantas ausencias del Estado, sobre algunos estamentos sociales abandonados que confluyeron sobre los cuatro niños Mucutuy. Creo más en el rescate que proviene al unirse en torno a la indignación inaplazable que en la de abrazarse momentáneamente para después olvidar.  
 

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