
Daniel Samper Pizano
Gaza es la primera víctima del genocidio que empezó hace dos años con el ataque brutal, cobarde y terrorista de Hamás sobre ciudadanos israelíes inocentes. Sí: Gaza, con sus 68 mil muertos, sus cientos de miles de niños y adultos hambrientos y sus viviendas y edificios arrasados, es la primera víctima. Pero en segundo lugar están Israel, sus habitantes y, en general, los judíos alrededor del mundo.
Después sigue una larga fila de damnificados donde aparecen la unidad occidental, las leyes internacionales, las democracias laicas, la mengua de los presupuestos de salud y educación en favor de las armas y el periodismo libre.
La barbaridad del nazismo despertó hace ochenta años, como reacción, una amplia solidaridad con ese pueblo milenario que era blanco predilecto de Hitler, y ayudó a afincar su justa aspiración de compartir una tierra de la que hace siglos fueron expulsados. Así nació el Estado de Israel en 1948, pese a que las dificultades con sus vecinos árabes y los episodios de fuerza e invasión surgieron desde temprano. La nueva entidad mantuvo en general buenas relaciones con el mundo no islámico y recibió la protección de Estados Unidos.
Recientes informes señalan que la imagen de Israel se ha desplomado en muchas naciones que antes simpatizaban con él. El Centro Pew reveló la semana pasada que 20 de 24 países encuestados (ninguno árabe) muestran sentimientos antiisraelíes. Turquía es el más extremo (93 %) e incluso en EE. UU. son hoy más los enemigos que los amigos. El 53 % de los preguntados se confiesa adverso a Israel y una minoría (44 %), a favor. Esto no ocurría hace tres años. Su imagen en Colombia, como en la media de Latinoamérica, es negativa en un 55 % y favorable en 27%.
Lo más llamativo no es lo que el mundo opina de los israelíes, sino lo que ellos piensan sobre sí mismos a propósito de la destrucción de Gaza. Ante todo, salta a la vista lo que el autor judío Zack Beauchamp califica de “aterrorizante”: la hambruna de los niños de Gaza no mosquea en lo más mínimo a los israelíes. Muchos incluso hacen bromas con su sufrimiento. Dahlia Scheindlin, socióloga de Tel Aviv, reconoce que “una fuerte mayoría” de sus compatriotas no solo expresa indiferencia por lo que ocurre en la Franja, “sino franca beligerancia y hostilidad”. A la pregunta de si les inquietan la hambruna y el sufrimiento gazatíes, el 23.4 % dijo que “un poco” y el 55.6 % que “nada” (El País, 6/X/25). Es más, el 47 % de los ciudadanos del Estado afirma que “es mentira” el padecimiento palestino.
La deshumanización de parte de la colectividad judía, que suele apoyar causas solidarias con reconocida filantropía, sorprende a muchos sociólogos. El director de un centro de estudios de una universidad hebrea escribió: “La percepción de que no hay inocentes en Gaza es uno de los más peligrosos rasgos que padecen los israelíes”.
Todo es consecuencia de todo. La imagen de Israel y, sobre todo, la conciencia colectiva de sus habitantes, pagará un colosal retroceso por la guerra genocida de Netanyahu.
¡Uno, dos, tres, disparen…!
El enfrentamiento vulgar entre el ministro del Interior, Armando Benedetti, y el de Justicia, Eduardo Montealegre, prometía un espectáculo de elegancia gracias a un duelo personal propuesto por esta columna de Los Danieles. La idea era volver a los viejos tiempos, cuando las diferencias no se dirimían en el piélago plebeyo de las redes sino en el noble y ceremonioso campo del desafío armado
Ya había aceptado Montealegre, cuando el presidente Petro reconvino paternalmente a los díscolos funcionarios. Más tarde el exministro Roy Barreras, investido de Pequeño Gestor de Paz, culminó el armisticio al propiciar un abrazo amistoso entre los dos. Todos celebramos esta primera cuota de la paz total que logra el Gobierno. Y, sin embargo, queda la sensación de que perdimos una oportunidad de subirnos al tren de la historia. Con piedras, palos, espadas o armas de fuego la humanidad ha probado que es mejor sacrificar a un jefe que enfrentar a una muchedumbre de seguidores. Los anales hablan de miles de héroes fallecidos en desafíos. También la literatura (Los duelistas, de Conrad), el cine (Barry Lyndon, de Kubrick) y la canción popular (“Rata inmunda”, de Paquita la del Barrio).
Estados Unidos, preceptor autonombrado de la paz y la moral mundiales, enseña que el duelo es manjar presidencial. El más brillante de sus patriarcas, Alexander Hamilton, falleció en 1804 bajo una balacera que disparó el vicepresidente Aaron Burr. Dos años después el futuro presidente Andrew Jackson despachó de un tiro a un competidor suyo en el mercado de esclavos que, además, se burlaba de su mujer. En 1837 el poeta ruso Alejandro Pushkin quiso castigar a un concuñado que le caminaba a su esposa, pero el pariente tuvo más tino y se lo cargó. Ya no ocurren esta clase venganzas eróticas, pues, ofendidas, las mujeres no vuelven a hablarle a uno si se hace matar por ellas.
Colombia registra no pocos casos de duelos, pero es más el cacareo que los huevos, como en el caso Montealegre vs. Benedetti. Una madrugada de 1850 se enfrentaron en solemne lance el líder artesanal Wenceslao Uribe Ángel y el fundador del conservatismo, José Eusebio Caro. Ambos dispararon gallardamente al aire. Memorable fue la cita a muerte entre los humoristas del periódico satírico El Alacrány el director de un diario godo, Domingo Torres. Este cayó herido, pero sobrevivió.
El célebre cronista Cordovez Moure escribe que era imposible mencionar “la multitud de encuentros personales, palizas de mayor o menor importancia, bofetones, cachiporrazos (…) que a diario producía la pasión política” en el siglo XIX. Colombia es un carrusel que gira y vuelve a girar. Pasan las décadas y el ambiente no cambia. Como se ve, nuestros dos reconciliados ministros no pasan de ser simples memes decimonónicos de una historia interminable.
