Los Danieles. El culpable es la víctima

Daniel Samper Pizano

Daniel Samper Pizano

Quizás el primer colombiano que padeció sospechas en una oficina de inmigración de Estados Unidos fue el inolvidable Alfonso Castillo Gómez. Hace algo más de medio siglo, Castillo publicaba sus amenas columnas diarias en dos periódicos y presidía el gremio de comunicadores. Querido por sus múltiples amigos, era un típico ejemplar de cartacachaco, dados sus lazos de familia en Bogotá y Cartagena. Una vez al año acudía en visita paterna a Boston, residencia de su hija Rosario.

 En uno de los viajes, Castillo decidió llevar a Rosario su plato favorito: el postre de natas santafereño. Aparecían quizás los primeros brotes del tráfico de drogas, lo que explica que a los inspectores del aeropuerto de Miami les llamara la atención un frasquito con una sustancia blancuzca y pegajosa en el maletín de mano del pasajero. De inmediato metieron al viajero en un cuartico y lo sometieron a interrogatorio.

 Pese a que Alfonso manejaba un magnífico inglés, le quedó difícil explicar a los agentes los componentes del menjurje. Es decir, que la leche natural sin pasteurizar cría una cortina flotante y grasosa; y que esta, madurada en anís, revuelta con yemas de huevo, endulzada seriamente con almíbar y salpicada de uvas pasas no solo es apta para consumo humano sino deliciosa. Los funcionarios ordenaron a Alfonso que tomara una cucharada, lo observaron y media hora después, al comprobar que no había muerto, el policía más valiente se avino a catar un trago en medio del horror y el asco de sus compañeros.

 —El resultado —relataba Alfonso— fue que al pisco le encantó el postre, convidó a los otros a que lo probaran, decomisaron el frasquito y entre los tres engulleron hasta la última pasa.

 Su conclusión: “Yo fui el primer colombiano retenido en la aduana gringa y privado de una sustancia con la que pretendía atravesar la frontera”. Esa es la versión de un humorista acerca de cómo nació, hacia 1970, el prejuicio internacional contra Colombia y los colombianos. En las décadas siguientes el chiste perdió su gracia. Los narcotraficantes, otros delincuentes y miles de personas ingenuas engañadas por los mercaderes se encargaron de extender su lamentable fama y apoyarla con hechos criminales. El resto corre por cuenta de las narcoseries de televisión. Aquello que empezó con un dulce equívoco se ha convertido en una cruz, un estigma, una sombra que persigue a quienes portamos el pasaporte con el cóndor en el escudo. No es infrecuente que en las historias de crímenes aparezca algún personaje colombiano; pero nunca ocurre que él sea el bueno de la película. 

Como si faltaren ejemplos, esta semana cayó en Ecuador un grupo de colombianos acusados de participar en el asesinato del candidato presidencial Fernando Villavicencio. La nueva modalidad de desprestigio —colaboración en delitos de raigambre política en otras naciones— ya tenía como antecedente el asesinato del presidente de Haití en 2021, a cargo de mercenarios reclutados en una tierra que merecería ser conocida por cientos de aspectos positivos, desde su naturaleza y sus paisajes hasta la laboriosidad de sus gentes y su cultura popular.

 En efecto. La inmensa mayoría de nuestros compatriotas cumplen la ley, trabajan honradamente y a menudo se esfuerzan más que los demás porque saben que les toca vencer el obstáculo de su cuna. Abundan las historias de discriminaciones injustas en el mundo laboral, en alquileres, trámites bancarios y matrículas, en la vida cotidiana, en visas y permisos. Los colombianos nos hemos acostumbrados a que desconfíen de nosotros. 

Lo que nunca había sucedido es que en el homicidio de un colombiano la culpabilidad recayera sobre lo que los forenses llaman el interfecto, es decir, el finado. Acaba de ocurrir en Tailandia, donde un conocido cirujano plástico de Lorica, Córdoba, fue asesinado con premeditación y alevosía por su ocasional amante, joven miembro de una respetable familia de artistas españoles. El calculador criminal descuartizó y regó los restos del sacrificado en diversos lugares de la isla paradisiaca de Koh Phangan, donde se habían dado cita. 

Por cuanto se dice, el médico Edwin Arrieta Artega era un prestigioso profesional destacado por su filantropía y don de gentes. Alega el victimario que obró presionado por acoso y amenazas de Arrieta, y así parecen sugerirlo algunas grabaciones. Pero nada excusa un crimen fríamente calculado. El asesino quería darle muerte y desaparecerlo, para lo cual compró de antemano cuchillos de carnicería y bolsas de gran tamaño. La operación fue brutal y torpe, y a los pocos días confesó el delito y quedó en manos de las autoridades tailandesas. Lo aguarda, probablemente, la pena de muerte, salvo que circunstancias atenuantes permitan condenarlo “apenas” a cadena perpetua. 

Y para procurar esos atenuantes entró pronto en actividad un abogado local. Su estrategia consiste en convertir al asesinado en sospechoso a fin de suscitar compasión por el autor del crimen. Táctica previsible: si es colombiano, tiene que ser delincuente. Así, pues, según un telenoticiero español, el abogado defensor dijo al instructor (sin ninguna prueba y basado en meras especulaciones) que el acusado preocupaba la seguridad de su familia, “porque el colombiano tiene parientes mafiosos y también tiene dinero; es capaz de contratar a cualquiera para hacerle daño a su familia”. 

No me voy a escandalizar a estas horas de la vida por las patrañas de algunos defensores, capaces de cranear cualquier trama para salvar a su defendido. Ese es su oficio. Lo malo es que en el mundo de las redes y la información sin análisis ni contextos las mentiras de un defensor en pro de su cliente corren con el mismo ímpetu que la verdad. 

Ignoro si el doctor amenazaba o no a su novio. Pero sé que la presunción de inocencia que cobija a todo acusado se le ha negado en muchos medios al difunto, imposibilitado de defenderse. De esta manera, el desventurado médico ha tenido que sufrir post mortem el perjuicio que escolta a todos sus compatriotas. Hemos llegado al punto de que, si se trata de determinadas nacionalidades (se me ocurren dos o tres más), la víctima es el culpable. 
 

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