La gran perfidia

Foto El Espectador, primera página

Por: Humberto de la Calle

Escribí en 1994, después de la Constituyente: “A Gómez Hurtado lo considero un hombre consecuente con sus principios. Su comportamiento fue muy limpio y honesto durante el transcurso de las deliberaciones. No predicó el uso de la fuerza. No lo calificaría como un personaje totalitario”.

Y después, en septiembre de 2019, dije en este periódico: “Álvaro Gómez desnuda el régimen que, como un todo, está regido por un motor invisible: la complicidad. Tiene razón. Es un testimonio muy lúcido de una peste que ahora se ha expandido hasta límites inverosímiles. Es el Álvaro del final. Se acercaba ya a la muerte indigna que constituye una cicatriz imborrable”.

Durante mi juventud, el pensamiento convencional en el liberalismo era definir a Gómez como un extremista. No fue eso lo que encontré en la Constituyente; lo vi como alguien deseoso de buscar soluciones en democracia. No solo por las conversaciones sino por sus iniciativas para la nueva Constitución. No porque abjurara de su visión conservadora de la sociedad. Pero vi a alguien ajeno a la violencia y deseoso de limpiar la política.

Surge ahora la autoincriminación de las Farc. Sería un acto de ceguera negar que es una versión sorprendente. Creo que es legítima la incredulidad de la familia y su deseo de que la versión de la guerrilla sea contrastada. Y también, que mientras subsistan otras versiones plausibles, la competencia prevalente de la JEP no debe significar que la Fiscalía suspenda las otras investigaciones en curso.

Lo realmente horrendo es que enseguida de la confesión hemos padecido un ambiente aún más enrarecido, aún más fanático, aún menos consciente de la necesidad de abandonar el pantano del odio. No percibimos la verdadera lección: de ser cierto, simplemente un hombre murió por sus ideas. Al parecer, por actitudes adoptadas 25 años antes, según el dicho de la guerrilla. Odios que no caducan. Odios fraguados en el fanatismo. ¿Quién morirá dentro de 25 años? ¿Por qué la dinámica hoy es la de seguir construyendo muros infames de ferocidad, algo que no solo es muestra de ceguera, sino sobre todo de una irresponsabilidad suicida?

La perversidad de las Farc, y de los demás victimarios, es aberrante. Pero es una enorme distorsión moral apelar a la maldad de las Farc para justificar el engaño del Estado. Precisamente el trono moral lo conserva el Estado si cumple su palabra. De lo que se trata es de la legitimidad, no de acudir a jugarretas de baranda. Néstor Humberto Martínez, haciéndole coro a Miguel Ceballos, de nuevo utiliza su asombrosa inteligencia para sacar a los ex-Farc del Congreso. Es proverbial su talento de mago de feria capaz de partir en dos a la mujer yacente que, al final, reaparece intacta. Sobraría la hermenéutica para destruir el torvo argumento. La cosa es política: la guerrilla se retiró de la lucha armada. Ir al Congreso fue lo pactado. Lo que se está fraguando es un acto de perfidia estremecedor. Y esto no es un pequeño pleito para ver quién es más habilidoso, quién exhibe al final la sonrisa más sardónica.

Coda. Carta de senadores del CD que exige a las ex-Farc decir verdad y reparar. Tienen razón. Pero ¿y los demás? ¿Por qué el silencio sobre actos igualmente salvajes? Si le agregan esa adenda, ¿dónde les firmo? Es el momento de aprender a desodiar. O seguiremos cavando tumbas.

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