Gardel, por Borges

Placa dedicada a Carlos Gardel en Toluose, Francia.

Por Óscar Domínguez G.

No le dedicó un soneto, un anoréxico haikú, una oda, una milonga, un cuento más corto que los de Monterroso.  Para Borges, Gardel era francés. Cuando le adjudicó esa  nacionalidad en una entrevista para  la emisora HJCK  en 1963, don Jorge Luis se quedó impávido como un queso pornográfico. 

El pasaporte chamuscado de Gardel encontrado entre los restos del avión accidentado, privilegia su condición de uruguayo. Francia no ha gastado demasiada prosa a la hora de adueñarse del cantor. No rimaría con su “grandeur” andar por ahí apoderándose de  voces como “el ladrón que se robó las llaves de la noche”. 

Gardel, en diversas declaraciones habló de su nacionalidad uruguayyyya. No suena muy convincente. De todas formas, en Toulouse, Francia le tienen monumento y placa en la casa donde nació, según la tesis francesista. Unos amigos de Medellín, claro, dejaron hace poco placa (foto) en el monumento a Gardel, mejor que el que tiene en el cementerio de La Chacarita, dicen ellos, los Tobón, que redondearon su sueño pues ya habían depositado placa en la tumba del Zorzal en el cementerio de La Chacarita, en Buenos Aires, queridos.

En Montevideo sólo encontré una escueta alusión a Gardel en una tienda de artesanías baratongas.  Es como si le hubieran “donado en usufructo” a la humanidad a su vástago más famoso. 

“La patria de un artista es donde oye aplausos”, dijo evasivamente alguna vez el cantor.

Desde el bus donde miramos Montevideo como clásicos turistas del montón, no vi estatua alguna del Nene que “todos los días canta mejor”, como dice el viejo estribillo. 

Borges tuvo oportunidad de verlo cantar una noche. En el cinematógrafo presentaban una película muda que le causó “una impresión épica”. Luego cantaría Gardel, pero para que no se le borrara la ”impresión épica” abandonó la sala. Y dejó a Gardel para después, o sea para nunca.

A espaldas de Borges, muchas de sus letras reencarnaron en milongas, o en “esa ráfaga, el tango”, como lo  bautizó él. Le gustaban las voces de Jorge Vidal y de Edmundo Ribero.

En la intimidad, como quien comete un pecadillo insólito, se daba licencias tangueras. Contaba un sobrino suyo que una vez lo sorprendió cantando “Polvorín”: “Te gustaba la voz de Gardel. Lo que te disgustaba de él era su endiosamiento póstumo, su aspecto físico y la tontería de muchas de sus canciones”.

En otra ocasión escuchaba tangos en compañía de su complejo de Edipo,  doña Leonor Acevedo, su madre.

“Mi amigo paraguayo puso en el tocadiscos tangos que a mí me desagradaban, y, de pronto, con mi madre, nos dimos cuenta de que los dos estábamos llorando. O sea que había algo de nosotros que gustaba de esa música, algo que misteriosamente nos conmovía, mientras que nuestra inteligencia lo condenaba”, agregó el memorioso de Buenos Aires.

Interrogado por Álvaro Castaño, director de la HJCK, Borges admitió que “el mayor descubrimiento de Carlos Gardel, además del encanto peculiar que hay en su voz, fue el de dramatizar el tango, es decir, él fue un innovador”.

Para darle de comer a la nostalgia, en mi Buenos Aires,  queridos, me regalé la tumba de Gardel, en el cementerio de La Chacarita donde deposité una furtiva nostalgia. Un escuálido gato salido de un poema de Borges montaba  guardia. 

En el frío silencio vespertino tuvimos a Gardel para nosotros solitos. Le susurramos al oído que veníamos de Medellín. Nos sonrió con su sonrisa que luego clonaría Humphrey Bogart en Casablanca.

A las cinco de la tarde cuando los muertos de La Chacarita se retiran a dormir dentro de su sueño eterno,  le expresamos nuestra perplejidad y le encimamos un adiós. Y le dimos las gracias por su arte, claro. 

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