Vidas para lelos: Luis y Geno

Foto del matrimonio

Por Oscar Domínguez Giraldo

Hace 78 años, el 16 de febrero, esos muchachos paisas, Luis María Domínguez Calle, 21 años, de Santa Bárbara, hijo de Carlos y Amalita,  y María Genoveva Giraldo Jiménez, de 20, hecha en Montebello, hija de Lubín y Ana Rosa, madrugaron más de lo acostumbrado. 

A las poco románticas y heladas seis de la mañana montebellense, ambos de negro hasta los pies vestidos, entraban al hermoso templo parroquial de Montebello, construido por el mismo arquitecto belga, Agustín Goovaerts, que nos regaló, entre muchos otros, el edificio ajedrezado de la gobernación de Antioquia, reencarnado en Museo de Antioquia. 

En la iglesia,  Luis y Geno convirtieron en matrimonio un amor que se les salía de la piel. No aguantaron más ese noviazgo siempre vigilado de reojo por Mamá Rosa, la suegra, que durante las visitas tejía interminable croché en la casona de la vereda El Bosque, a medio rosario del pueblo. 

Hacía estricta marcación a un metro diez centímetros de los novios que se decían con los ojos lo que no se podían comunicar con las palabras. Ni con las manos, que llegaron vírgenes de caricias al matrimonio. 

Él la enamoró  con su pinta, sus detalles, su capacidad de trabajo, su integridad  y unas poéticas  cartas de amor escritas a mano con encabador y tinta negra, que incluían metáforas que le ponían arrozuda la piel y le alborotaban la bilirrubina a la frágil novia.  

Una de esas cartas – que conservamos con otras-  termina así: “Y sin más, recibe en la humilde queja de un suspiro, mi doliente corazón”.  

La carta fue respuesta a un telegrama lacónico a morir que ella le había enviado ante una prolongada e inexplicable ausencia: “Tu silencio no opónese recordarte”. Y el novio reacio volvió. Gracias al telegrama de ese matrimonio nacimos 9 petacones. Somos, pues, fruto de un telegrama de cinco letras. 

Ella, muy acatada por los muchachos de su edad,  puso a caminar  en las pestañas a su travieso don Juan, con su belleza, silencio, fragilidad, sensibilidad y coquetería que nunca prescribieron. 

Terminada la ceremonia religiosa en la que se casaron otras ocho parejas, en camión escalera, los novios Luis y  Geno viajaron a luna de miel … a Santa Bárbara, a la casa de los padres del novio.  

Mamá Rosa, que no daba su brazo a torcer, le empacó a la pareja  a Aura, la hija mayor, mujer de José Antonio Villegas, viudo de profesión, como para que le diera los “primeros auxilios” a su hermana, en caso de necesidad, la noche de bodas….  

La tía Aura entendió que una luna de miel, por definición,  se agota entre dos, y antes de caer la noche desertó dejando a su temblorosa hermanita en la soledad de Luis en compañía.  

Conociendo apenas las vocales del sexo, la pareja se las apañó para descubrir esa misma noche cómo iba el agua al molino sexual, e  inaugurar así la culecada de vástagos. 

La pareja, para decirlo en certeras palabras de mi madre, vivió el invierno, el verano, la primera y el otoño de toda relación. 

Se lucieron como paisas de  toda la cayana. En las casas de entonces se nacía liberal o conservador, católico o católico. Hicieron todo lo posible por inocularnos sus credos. Solo nos dejaron la opción de escoger equipo de fútbol. 

Nos levantaron a punta de catecismo del padre Astete y de esa segunda trinidad bendita que cantó GGG,  Gregorio Gutiérrez González, paisano cejeño de la abuela materna: frisoles, mazamorra, arepa. 

Solo aprendieron a conjugar verbos como trabajar y ser honrados. Eso se daba silvestre. Venía en el árbol genealógico. Hacía parte del combo o kit genealógico, para decirlo en la semántica actual. Nadie sacaba pecho por ser íntegro.  

Los dos no pasaron de quinto elemental. En sus pueblos no había bachillerato. 

Sacar vacaciones nunca figuró en su agenda vital. La lúdica era una palabra desconocida. Sus padres, nuestros abuelos, pertenecieron a una generación que no conoció el mar. Apenas la televisión en blanco y negro. Y eso. La radio era televisión, periódico, Internet, todo. 

Tampoco se había inventado el estrés. Hacer algo que no fuera camellar, camellar y camellar, era una perdedera de tiempo.  ¿Celebrar cumpleaños? ¿Y eso con qué se come? 

Dudo de que mi padre haya tenido tiempo de haber ido alguna vez a cine. Con mi madre y mi abuela materna, doña Ana Rosa, recuerdo haber ido una vez al Teatro Alameda, de Medellín. Lloramos a moco tendido viendo  “Marcelino, pan y vino”. 

En la educación que nos dieron, el viejo encarnó el pulso firme. Ella, la mano siempre tendida, cómplice, con sus polluelos. A espaldas del severo marido que solo quería que  estudiáramos y estudiáramos, ella alcahueteaba los noviazgos de las pipiolas.  

Con su quinto elemental repetido mamá Geno batutiaba las tusas existenciales de todos. (Sus hijos sospechamos que su nombre fue sacado de la novela Genoveva de Brabante, de Cristóbal Schmid. Solía recitarnos el argumento de la novela).  

Los dos fueron siempre generosos a morir con todo el mundo; eran el centro de toda parranda o corrida de catre. 

Nos levantaron dentro de la mayor y mejor austeridad, esa en la que no falta ni sobra nada. Y nos enseñaron a compartir y a no meter nunca la mano en un bolsillo que no fuera el nuestro.  

Gracias mil por el espléndido legado. 

El columnista Domínguez y sus hermanos

A la muerte de mamá Geno, escribí este poema  en su memoria: 

Elegía por una flor 

¡Cómo te recuerdo, hortensia silenciosa! 

Ni una sonrisa me regalaste cuando besé tu mejilla fría. 

Comprendí entonces que la muerte es para toda la vida. 

Viendo cómo te apagabas, le retiré el saludo al orfebre de estrellas. 

Nos reconciliamos (¿¡) cuando te llamó a su izquierda mano. 

Fue un guiño coqueto a tu zurdera. 

Dios no tiene presa mala. Dirías. 

Discreta como un salmo 

Te gastaste todo el protagonismo en tu prole. 

Amabas la vida. Las arrugas te dañaban la comunión. 

No rimaban con tu coquetería de todos los semestres. 

Si no podías contemplar los sietecueros 

Tampoco tenía gracia continuar en la pasarela. 

Disfruta tu sabático eterno. 

Desde allí sigue alumbrando nuestro ocaso. 

Y celebrando otros amaneceres surgidos de tus entrañas. 

En cada flor estarás tú, hortensia. 

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