Petro y Uribe, ¿polos que se atraen?

Encuentro presidencial de Gustavo Petro y el expresidente Alvaro Uribe que le dio una lección de gallardía a su bancada en el Congreso, demostrando que las diferencias se pueden debatir sin estridencias. Foto Presidencia de la República.

Cecilia Orozco Tascón

“El grado de participación de [la] opinión pública… es lo que caracteriza la fase superior del Estado de Derecho, que es el Estado de opinión como factor de transparencia y de confianza”. “Colombia está en la fase superior del Estado de Derecho, que es el Estado de opinión”. “… en un Estado de opinión [en] donde no prevalece el capricho del gobernante sino el imperio de la ley… lo superiormente (sic) importante es la opinión pública”: Así peroraba el entonces presidente Uribe (ver). Cuando los ímpetus autocráticos del mandatario de la época, ídolo casi absoluto del hoy denominado “poder constituyente”, eran atajados por los otros poderes, en concreto, por el judicial representado por las Cortes Suprema y Constitucional, él llegaba al mismo terreno: su defensa de la supremacía del “Estado de opinión” o de las mayorías que lo respaldaban en manifestaciones y encuestas. La “fase superior”, que vendría siendo esa en que se hacía solo lo que ordenara el pueblo, fue la “doctrina” que nos vendieron el propio mandatario y su “filósofo” de cabecera, José Obdulio Gaviria, consejero intocable del presidente en aquella era siniestra para la democracia. En 2009, cuando la Corte Suprema ya llevaba unos años soportando montajes, espionaje ilegal y seguimientos del aparato secreto del DAS a sus magistrados y familiares cercanos; y poco antes de que la Constitucional declarara inexequible un referendo que se inventó el uribismo para violar la Carta Política por segunda vez –reformándola con el fin de abrirle paso a un tercer mandato continuo de Uribe, o 12 años en el gobierno–, el gurú Gaviria defendía la tesis de la “opinión pública” por encima del Estado de Derecho. “¿Qué es el Estado de opinión (para usted)?”. Respuesta: “Es un gobierno en contacto permanente con la ciudadanía (…) toda función política tiene un juez que es el pueblo” (ver).

Pero, ojo, en la acomodaticia interpretación de Uribe y Gaviria sobre quiénes pertenecían al pueblo no estaba todo el mundo. Fueron excluidos los díscolos que se oponían a los designios de ese “ser superior” que un dios nos mandó, y el estigma cayó sobre ellos: “decenas de colombianos [que protestaban]… en las marchas cocaleras… [que se manifestaban] a favor de una salida negociada del conflicto armado… [o] que se oponían al “rescate militar” de los secuestrados de la guerrilla… no hacían parte “del pueblo…”, según cita de un estudio. Ese informe encontró que “para el presidente Uribe la opinión pública [era]… la que coincidiera con las políticas gubernamentales… y en tanto no fuera crítica”. Y, como si fuera escrito ayer, en el documento se examina la conducta del mandatario de hace 20 años frente al papel del periodismo: “en la búsqueda del unanimismo mediático, el presidente ha intentado la extensión del Estado de Opinión al control de los medios de tal modo que [estos] deben alinearse con… [su] gobierno o quedan sujetos a la censura de la opinión pública” (ver doc., pág. 16).

Pues bien, muchos de los manifestantes de las marchas del domingo pasado contra “el poder constituyente” propuesto por Petro, apoyaron hace 20 años el Estado de opinión del uribismo. ¡Vaya paradoja! El presidente, la antípoda política de Uribe, como consta en los relatos de dos décadas largas de confrontación radical y de denuncias del primero contra los sectores legales e ilegales que han apoyado al segundo, esgrime argumentos similares a los de su oponente frente a las grandes manifestaciones en su contra. El jefe actual del Estado (de Derecho) se acercó al Estado de opinión del pasado cuando empezó a agitar la idea de acudir a la voluntad del “constituyente”, o sea la del pueblo que votó por él con exclusión, claro está, de los “sectores movilizados [que] quieren un pacto que deshaga las reformas”. La defensa del presidente a vías extraconstitucionales, como las que arguyó recientemente, lucen tan antidemocráticas como las del oscurantismo uribista: “el poder constituyente no se convoca; es el pueblo el que se convoca a él mismo” (ver). La enorme duda que inquieta es si eso significa irrespetar las vías constitucionales. Pese a todo, aún hay enormes diferencias entre Petro y Uribe: mientras este atropellaba a las cortes y a sus opositores a los que convertía en delincuentes, el mandatario actual ha respetado, hasta el momento, las libertades de manifestación; mientras que en los años uribistas era un riesgo para la vida y el derecho de movilización pertenecer a una ONG, en esta administración no se conoce al primer opositor encartado por serlo; mientras que en las décadas de la ultraderecha, el establecimiento le rendía pleitesía a su patrón y callaba sus tropelías, hoy lidera –por encima y por debajo de la mesa– el activismo antipetrista. Hubo hipocresía y clasismo en las marchas, pero también auténticas molestias. De cualquier modo, el país vive un peligroso enfrentamiento entre una derecha con añoranzas de poder total y un presidente que prefiere inmolarse. En esto tampoco se parecen los antagonistas: Uribe es capaz de acudir a cualquier violación de ley para pasar como héroe. Y Petro es capaz de morir para entrar a la memoria nacional como un sacrificado Gaitán.

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