Lunes del ajedrez: Por qué los rusos son los mejores

Ajedrez en el parque de Envigado (odg)

Por Jairo Morales Henao (*)

No más que un apunte, pero significativo. En Aprendiz de brujo, uno de sus libros, Bronstein acostumbra a preceder la partida que va a reproducir y a comentar paso a paso, de un relato sobre algunas circunstancias de distinto orden que la enmarcaron: históricas, de su país y el mundo; acontecimientos contemporáneos o pretéritos del ajedrez, y hechos de su vida personal y ajedrecística. De esa manera, la reproducción de una partida se convierte en algo más que un ejercicio interés profesional o curiosidad de aficionado. El comentario estructurado de esa manera obtiene una trascendencia que enriquece en distintos planos los conocimientos del lector, valor al que se agrega el del entretenimiento, pues el plano anecdótico del relato alcanza aquí y allá la atractiva y cercana vivacidad del relato que se propone entretener.       

   Aunque la partida con Petrosian que origina nuestra nota se desarrolló en 1978, durante el Campeonato por Equipos de la URSS, cuando Bronstein ya estaba en plena madurez (54 años) y Petrosian ya había arribado a los 49, el ucraniano evoca la época en la que conoció a su rival de turno, 37 años atrás, cuando él acababa apenas de terminar sus estudios secundarios, a los 17 años “Cuando las tropas nazis cruzaron la frontera y comenzaron la invasión de la Unión Soviética el domingo 22 de junio de 1941”.

   Tres años más tarde, cuando el ejército invasor se encontraba ya en retirada, se dio comienzo al XIII Campeonato de ajedrez de la URSS. “Se encontraba ya en retirada” traduce que Rusia era un delta inmenso de poblaciones, vías ferroviarias, carreteras, puentes, puertos fluviales y marítimos, aeropuertos, fábricas y extensiones de producción agrícola destruidos por la guerra, las llamas aún no apagadas por completo, el pueblo ruso obcecado en una reconstrucción febril mientras enterraban a sus últimos muertos. Que el ajedrez es pasión nacional del pueblo ruso que nada inmoviliza, y en ese momento una manera de decir “los derrotamos, todo sigue igual, para comenzar, al ajedrez”, lo demuestra la realización de ese campeonato XIII en medio de ese paisaje de muerte y ruinas. Bronstein fue autorizado a dejar su trabajo como ingeniero en la reconstrucción de una siderúrgica, para participar en ese torneo.

   Pero, como anotamos, cuenta la evocación de cuando conoció a Petrosian casi cuarenta años antes, las circunstancias de entonces, “Cuando las tropas nazis…”. Continuemos leyéndolo:

cruzaron la frontera y comenzaron la invasión de la Unión Soviética el domingo 22 de junio de 1941, tenía solamente un punto a mi favor: hacía muy poco tiempo que había terminado mis estudios. Tenía 17 años y, al igual que tantos otros jóvenes de mi edad, iba a ser reclutado como soldado. Por lo tanto tenía que seguir las instrucciones de la oficina de reclutamiento de abandonar Kiev inmediatamente. Primero me encontré en el sur de Ucrania, y luego me trasladé a Ordzhonikidze, la capital de Osetia del norte.

   La Casa del Ejército Rojo me facilitó un lugar donde dormir y un trabajo temporal que consistía en visitar a los soldados heridos de los distintos hospitales militares, lugares en los que jugué al ajedrez con ellos y donde permanecí más de un año; incluso jugué en un torneo de jugadores locales, conquistando el primer puesto y obteniendo de esta forma el título de campeón de Ordzhonikidze. 

Nos cuenta luego que no fue aceptado en el ejército porque los médicos descubrieron que su vista era muy mala (en este momento y hora, el periodista Óscar Domínguez, oficiante en el altar de Caissa desde múltiples frentes, no hubiera permitido que su pluma callara una verdad más contundente: ‘Mas no mala para la Defensa India del Rey): “… así pues recibí permiso para irme”. Recordemos que todo esto: jugar ajedrez con los soldados heridos y participar en un torneo local, ocurría cuando la Unión Soviética era avasallada y destruida por el ejército nazi en esa primera etapa de la guerra. Como lo sabe todo mediano conocedor de la Segunda Guerra Mundial, el Ejército Rojo “se replegaba” a la espera de su mejor división: el invierno. Y mientras tanto, para uno de los ya mejores hombres del frente ajedrecístico, el joven soldado ucraniano David Bronstein, 18 años, no ser apto para la acción militar no le fue refugio para “cruzarse de brazos” porque ya era apto, y mucho, para las impredecibles batallas en los 64 escaques. Desde esa trinchera combatiría el dolor, el miedo, la desmoralización, la lejanía de la familia, el aburrimiento, “el fastidio, el odio y el tedio” (como escribió nuestro “Matías Aldecoa”) de los militares heridos y ya convalecientes. Y no se necesita una gran imaginación para estar seguros de que en ocasiones incontables, las partidas debieron ser suspendidas para salir disparados hacia los refugios antiaéreos, y que tal vez más de una “joven promesa” del juego o un curtido jugador local, hoy completamente olvidados, no alcanzaron a salvarse.          

   Y como todo soldado, vivió la rutina de los traslados hasta el final de la guerra. Echarle un vistazo a un mapa de la inmensidad rusa da una percepción más aproximada a la realidad que escribir nombres y cifras de kilómetros:

En agosto de 1942 viajé en autostop a Tiflis en camionetas militares. Permanecí allí un año más o menos y me gané la vida haciendo exactamente el mismo trabajo en los hospitales de Georgia, como antes había hecho en Osetia del norte.

   Un recuento de lo que leemos en la superficie de la evocación de Bronstein y comparaciones que provoca: entretenía jugando ajedrez a los soldados heridos que permanecían en los hospitales durante la Segunda Guerra Mundial. No jugando a las cartas, ni dominó, ni billar para los ya muy recuperados, como hubiera ocurrido con otras culturas: la norteamericana, la latina, la española, y otras, donde tanto el ofrecimiento del ajedrez para pasar un rato, como su aceptación por parte de la tropa en retiro transitorio, hubieran sido acontecimientos, si no por completo excepcionales, sí muy escasos, y excéntricos. De ocurrir en un crucero norteamericano durante esa guerra, es seguro que alguno no habría dejado de decir algo así como: “Llamen un fotógrafo. Estos dos van a jugar ajedrez. Y envíen la foto al periódico de la marina. Tal vez la vea MacArthur”. ¿Habrá que especificar que irónicamente?

   La anécdota levanta la cortina para lo que había detrás, la parte no visible del iceberg: el ajedrez se practicaba masivamente en Rusia en múltiples niveles profesionales y aficionados que comprometían a toda la población, era el deporte nacional. Sin necesidad de decirlo (Bronstein), era claro que lo respaldaba e impulsaba una política de Estado. Y era todavía más que “el deporte nacional”, era una pasión nacional que a todos iluminaba, a unos más que a otros, como era apenas natural. La tropa se sentía orgullosa de sus ajedrecistas, ni oficial ni soldado miraba a nuestro ajedrecista por encima del hombro por no cargar como ellos un fusil, comprendían su utilidad, su necesidad al lado de ellos, su lugar imprescindible en el combate grande contra el invasor. 

   La invasión unía a las nacionalidades que conformaban Rusia, no borraba las diferencias históricas y culturales entre ellas, ni incluso los diferentes estilos de juego, asunto que toca Bronstein en el libro, posicional, el soviético, creativo y arriesgado, el ucraniano; ni tampoco silencia las discriminaciones del aparato deportivo estatal soviético a favor de la escuela oficial liderada por Botvínnik.

   Y esa pasión y ese orgullo que hacían de la supervivencia del juego –no en general, a largo plazo, como tradición suspendida temporalmente sino como práctica que no podían suspender– el aire que necesitaban para respirar, los impelía a no suspender sus grandes campeonatos, como el Campeonato XIII de la URSS, realizado en 1944, con la guerra aún sin terminar. Derrotaban las dificultades como parte de la grande: acabar de liberarse de la invasión.

   Por todo eso que aquí se repite, los rusos son los mejores ajedrecistas del mundo, así ahora en el Top 100 del ajedrez mundial el primer ruso, Ian Nepomniachtchti, aparezca en la casilla 7 (aunque un uzbeko, ex URSS, es 4°), y a que hace rato ningún ruso es campeón mundial.   

(*) Jairo Morales Henao, envigadeño, bachiller modelo 64 del colegio La Salle, egresado de Filosofía y Letras de la Pontificia Bolivariana, mejor casado para dónde, dirige el taller de poesía de la Biblioteca Pública Piloto y es editor general de “Escritos desde la sala” de la misma BPP. Ah, y es rival (nada) peligroso en el “divinal” juego del ajedrez.

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