Los Danieles. Un precio infame

Daniel Samper Pizano

Daniel Samper Pizano

Hace dos semanas se reunieron algunos cuadros civiles y militares del gobierno de Israel con un grupo de funcionarios de Estados Unidos. Según The New York Times, diario que informó sobre el encuentro unos días después, los altos mandos israelíes confesaron que, en su criterio, las muertes y heridas que han sufrido miles de palestinos constituyen un “precio aceptable” en los resultados de la guerra. Así lo repitió el primer ministro Benjamín Netanyahu: un precio aceptable.

Esta frase merece pasar a los anales de la infamia. Es como si la crueldad tuviera una escala de tolerancia, como si la vida e integridad de seres humanos inocentes fueran una moneda de curso admisible para liquidar deudas geopolíticas, ideológicas o religiosas. Seguramente muchos guerreros han obrado del mismo modo que los actuales gobernantes israelíes a lo largo de la historia, pues es interminable la lista de masacres y carnicerías cometidas por determinados grupos bajo la convicción de que sus ideas o intereses validan los métodos empleados.

Sin ir muy lejos, los jefes del grupo terrorista Hamás muy probablemente consideran que, en su propia escala de precios, resulta aceptable asesinar a más de 1.400 israelíes y secuestrar a 242 civiles. Y Adolfo Hitler con seguridad estaba convencido de que la aniquilación de 6 millones de judíos era un precio aceptable para obtener la obliteración de una “raza inferior”.

Hace doce días, el Ejército de Israel decidió dar de baja a Ibrahim Biari, un comandante de Hamás, al saber que se escondía en un campo de refugiados repleto de familias palestinas. Los generales sopesaron la situación y optaron por bombardear. Resultado: un terrorista menos a cambio de decenas de muertos (400, según la agencia árabe Al Jazeera) y cientos de heridos. Una ganga. 

La sola idea de que la muerte masiva de inocentes quepa dentro de un margen aceptable es un horrible despropósito. Que se multiplica al considerar que el victimario es quien fija la escala de tolerancia con la que mide a sus víctimas.

Netanyahu procedió en aquellas reuniones a mostrar ejemplos de crímenes cometidos por otros países en otras guerras, como si los pecados ajenos blanquearan los propios. Citó la destrucción, durante la II Guerra Mundial, de un hospital infantil de Copenhague atacado por aviones británicos. “Creo que murieron quemados 84 niños”, precisó el político con fría naturalidad. La historia completa es que los pilotos confundieron el hospital con el cuartel de la Gestapo en la capital danesa. Los muertos fueron en realidad 87 niños y 19 adultos (médicos, enfermeras y personal administrativo). Para tranquilidad de los pilotos, e incluso de los muertos y sus familias, el primer ministro aclaró: “Este no es un crimen de guerra atribuible a Gran Bretaña. Es un acto legítimo de guerra con trágicas consecuencias”. 

También mencionó el primer ministro la agresividad con que Estados Unidos y sus aliados respondieron al ataque japonés de 1941. La guerra, como sabemos, culminó con las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki. ¿En qué categoría de aceptabilidad habrá que matricular a los 214 mil muertos de este apocalipsis? 

Hasta hace dos días, el precio que estaban pagando las víctimas del terrorismo de Hamás y el arrasamiento de Gaza decretado por el gobierno de Israel era el siguiente (cifras de The Guardian recabadas en diversas fuentes):

Palestinos muertos: 10.022 ; de ellos, 4.104 niños.

Israelíes muertos: 1.400.

Israelíes secuestrados: 242.

Palestinos heridos: 25.408. 

Me gustaría saber si Netanyahu considera que el precio de su venganza ya fue amortizado, o si conviene cotizarlo un poco mejor bombardeando lo que queda de Gaza. 

No, el precio no es aceptable. Ni un solo muerto inocente constituye un cobro satisfactorio. Todo esto, los asesinatos miserables de Hamás y los gazatíes víctimas del ejército israelí, no son “actos legítimos de guerra con trágicas consecuencias”. Son una monstruosidad.

En el templo, no en el aula

En el notable equipo de mujeres que trabajarán con el alcalde Carlos Fernando Galán se encuentra la economista Cecilia María Vélez, exsecretaria de Educación de Bogotá y ministra durante los dos periodos presidenciales de Álvaro Uribe. Es ella una prestigiosa experta en temas educativos pero, según me hace caer en cuenta un lector, fue también autora del decreto 4500 de 2006, que inocula de nuevo en colegios públicos y privados la cátedra de Educación Religiosa con carácter “obligatorio y fundamental”. El decreto (ratificado por el Consejo de Estado) deja una pequeña ventana abierta para el niño que, autorizado por los padres, opte por no tomar esta materia. Sobra decir que a los 6, 8 o 10 años son pocos los menores que se exponen a semejante autoexclusión ante sus compañeros.

No se busca enseñar la historia de las religiones, apasionante disciplina que exige una mirada científica y académica, no un propósito espiritual, como pretende la norma. La prueba es que los profesores deben ser aprobados por las autoridades eclesiásticas y el pénsum contempla “actos de oración y de culto”. Como divertido apunte, el decreto prohíbe “hacer proselitismo religioso”. ¡Ja!

Colombia ha sufrido muchas discriminaciones, injusticias y batallas por la injerencia de la religión en las aulas y en las urnas. No es bueno resucitar este fantasma. Que los párrocos, los pastores, los rabinos y los imanes se ocupen de estos asuntos, no los colegios públicos que todos sostenemos. Confío en que la doctora Vélez se aplicará en la administración distrital a los asuntos lectivos que tan bien domina y se olvidará de esa intromisión en las almitas infantiles que en mala hora suscribió iluminada por el sacro resplandor del doctor Uribe.
 
 

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