
Enrique Santos Calderón
En el país que ha sido símbolo histórico de la libertad de expresión, la gente hoy piensa dos veces antes de criticar al gobierno o a su presidente. Después del asesinato del líder conservador Charlie Kirk y de la utilización política de este magnicidio por parte de Donald Trump, se ha expandido en la primera democracia del mundo un clima de intimidación sin precedentes desde la época del macartismo de los años cincuenta.
Impresionan las noticias sobre personas despedidas de su trabajo por algún comentario en las redes, o detenidas, interrogadas, maltratadas por tener piel morena o hablar un idioma foráneo en la calle. “Vivimos un momento trágico para la democracia americana”, sostuvo en estos días la alcaldesa de Los Ángeles, cuya ciudad ha sido escenario de continuos atropellos contra comunidades latinas y afroamericanas.
Mucha gente se resiste a creer que la libertad de expresión pueda estar peligrando, pero pocos niegan que hoy la situación es distinta. El ejército en las calles es, por ejemplo, un síntoma inquietante. Yo he viajado decenas de veces desde los años sesenta a Estados Unidos, he admirado su diversidad y pujanza, disfrutado de su espíritu libertario y la genialidad creativa de sus escritores, artistas y cineastas y no concibo que pudiera apartarse de los valores que lo han hecho grande.
El prócer de la independencia americana, Thomas Jefferson, advirtió hace más de doscientos años que coartar la libertad de prensa conduce a la tiranía. Llegó a decir que es “preferible tener periódicos sin gobierno a un gobierno sin periódicos”. Pero los tiempos cambian. También las actitudes de la sociedad y de los líderes que la interpretan. EE.UU. no había tenido un presidente como Donald Trump (Nixon fue caso aparte y hay que ver cómo terminó), un hombre carismático y autoritario, vanidoso e impetuoso y empeñado en cohibir a los medios informativos que lo cuestionan con una tenaz combinación de pleitos billonarios y ataques frontales a su credibilidad. Una reacción preocupantemente pasiva de la opinión pública ha alimentado la ofensiva de la Casa Blanca.
The Economist le dedica su portada al tema de “free speech in America” y sugiere que el deseo de Trump de controlar lo que la gente ve y lee sobre él también está motivado —además de su intolerancia a la crítica— por una arraigada necesidad de adulación. Como sea, lo cierto es que, con la excepción de diarios como The New York Times, las grandes cadenas periodísticas se han arrugado y hoy temen criticar a Trump. Algunas han reducido e inclusive eliminado los editoriales políticos. Un dato significativo que recuerda la revista inglesa es que en 2008 todos, menos ocho, de los cien periódicos de mayor circulación apoyaron a algún candidato presidencial. El año pasado cerca de setenta pasaron de agache. No se pronunciaron.
Las demandas billonarias contra la prensa, la amenaza de revocar licencias de radio y televisión, la progresiva concentración de medios en manos de conglomerados amigos, los ataques personales contra periodistas que considera enemigos y su fobia contra la inmigración han alimentado la desazón que se respira en muchos ámbitos de ese país. En especial entre residentes extranjeros que se sienten expuestos y vulnerables. Tengo una hija que vive hace 17 años en Estados Unidos. Tiene sus papeles en regla, paga sus impuestos, nunca ha tenido ni una infracción de tránsito y ama a ese país donde se siente realizada y feliz en su trabajo como fotógrafa independiente. Hoy vive con los nervios de punta por el ambiente que se respira.
Aunque no cejará en su empeño, no le quedará fácil a Donald Trump domesticar a la prensa, ni cohibir a la crítica en un país donde el pluralismo político y la irreverencia ante el poder son parte integral de su forma de ser. Es cierto que algo va de lo que dijo hace más de doscientos años el prócer de la democracia estadounidense a lo que piensa quien hoy la regenta. Pero no hay que dudar de que cuál prevalecerá.
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Nunca había presenciado un choque tan crudo y frontal entre ministros de un mismo gobierno como el protagonizado por Armando Benedetti y Eduardo Montealegre, jefes de las cruciales carteras de Interior y Justicia. ¿Qué no se han dicho frente a un país atónito? ¿Por qué el presidente no los llamó al orden? Por lo visto anda muy absorto en sus propios discursos y devaneos.
Su kilométrica intervención del viernes en Ibagué, transmitida por todos los canales, fue muy indicativa de un estado de ánimo más confrontacional y de su obsesión de que el país entre “en modo constituyente”, con todo lo que esto puede implicar hacia el futuro como fuente de choques políticos y jurídicos. Ahora sí se destapó. O “salió del clóset” como comentó una perspicaz dama uribista.
Hay quienes, como Hubert Ariza, piensan que sin visa y descertificado, Petro se siente más libre para ser el internacionalista revolucionario que pretende ser y que en Ibagué lanzó su campaña “para ratificar que va por el despertar del nacionalismo y la reelección de su proyecto político”. No se equivoca el señor Ariza. Otra cosa es que lo logre un presidente de capa caída. De golpe a punta de discursos.
P.S.: Insólito que a la reunión del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas sobre Colombia no hubiera asistido ningún alto dignatario del Gobierno. Tan absurdo como una ministra de Relaciones Exteriores renunciando a su visa para ingresar al país donde sesiona la ONU.
