Los Danieles. Esta guerra también es nuestra

Daniel Samper Pizano

Daniel Samper Pizano

Hay tragedias que se resisten a desaparecer de la pantalla de noticias y renuevan su actualidad. Todos sabemos que el 27 de junio un misil ruso estalló en un concurrido restaurante popular de Kramatorsk, Ucrania, centro habitual de familias, periodistas internacionales y personas que por alguna razón se acercaban a las acciones entre Rusia y Ucrania. En el amplio público de comensales estaban tres colombianos: la corresponsal Catalina Gómez, el escritor y periodista Héctor Abad y el promotor de paz Sergio Jaramillo. Los acompañaba la novelista ucrania Victoria Amelina, que en enero asistió al Festival Hay de Cartagena. Todos habían acudido horas antes a la feria del libro de Kiev, un acto de reafirmación internacional de este país acosado por su indeseable vecino. 

El misil destruyó el local y disparó una nube de esquirlas letales. Sesenta personas sufrieron heridas y trece murieron, entre ellas dos gemelas y Victoria Amelina. Nuestros tres compatriotas resultaron milagrosamente ilesos.

La prensa occidental condenó indignada este acto de terrorismo que prohíben de manera expresa las leyes internacionales. Abad ha tenido que hablar todos los días por la radio, la televisión y los periódicos de España y otros países. El gobierno colombiano, que evitaba untarse en el conflicto, condenó el ataque y protestó formalmente ante la embajada rusa. 

Por contraste, la solidaridad con los damnificados no fue unánime en nuestro país. Hubo tres tipos de reaccciones cobardes: Culpa de ellos, Errorcito ruso y Pa´ que aprendan

Algunos censuraron a las víctimas y, en especial, a los colombianos. “¿Qué hacían ellos allí?”, preguntaron ofendidos. Oh, sí, ¿qué hacían dos periodistas y un líder pacifista en un foco de noticias? ¿No sospechan los críticos que ese es su oficio? Los tuiteros exhibicionistas callaron el único interrogante válido: ¿qué hace Rusia bombardeando a Ucrania?

Otros mencionaron una posible equivocación. No la hubo. El proyectil era un misil Iskander supersónico con margen de error inferior a cinco metros. Putin, que ya es famoso criminal de guerra al lado de Pinochet y Kissinger, pretendía responder con violencia al descrédito que le dejó la rebelión paramilitar de Wagner y lo hizo contra el blanco más fácil: civiles inermes. 

Un eslabón infame en esta cadena de insolidaridad fue la embajada rusa en Bogotá, con aquel chistecito vil de desaconsejar a los colombianos “degustar platos de cocina ucraniana” durante la guerra. (Resultó peor, sin embargo, el comentario de un alto mando ruso, el general Andrei Kartapolov, quien felicitó a los autores del atentado y adornó su presentación diciendo: “Mi viejo corazón militar goza al ver los cuerpos enterrados de esos muchachos con tatuajes y con emblemas”).

El que no entienda que en la franja de Ucrania se está jugando la suerte del mundo es un ignorante, un orate o un enemigo de la realidad. A Hitler tardaron en atajarlo y por poco instaura una dictadura planetaria. Aun así, hay quienes opinan que el de Ucrania es un problema ajeno y lejano que no merece nuestra atención. No calculan que ya estamos metidos en esta lucha de perfiles mundiales donde un país agresor, Rusia, se dedica a arrasar y destruir a otro más pobre y pequeño que, sin embargo, le da lecciones diarias de valor y dignidad. 

La belicosa Moscú y las medidas occidentales para combatirla nos salpican a todos. Según el Banco Mundial, la conflagración “ensombrece las perspectivas de recuperación económica pospandémica a las economías emergentes”. Todos pagamos los altos precios de la comida, los insumos agrícolas, la energía, la inestabilidad de las divisas y las rigurosas medidas bancarias, secuelas de la guerra. Más de ocho millones de ucranios abandonaron el país y se sumaron a la legión de desplazados universales (entre ellos, cientos de miles de colombianos) que buscan comida, techo y trabajo.

¿De verdad creen que este horrible asunto no tiene nada que ver con nosotros?

Piense lo que compra

Hay un recurso que permite a ciudadanos del común mostrarse contra el dañino Putin. Cuando estalló el conflicto, los gobiernos occidentales pidieron a sus empresas que abandonaran el mercado ruso. Cientos de compañías trasnacionales lo hicieron: Adidas, H&M, Ikea, Nestlé, Nike, BP, Mastercard, Visa, Coca-Cola, McDonald’s, Burger King, Starbucks, Apple, Google, Michelin, Siemens, Nissan, Ericsson, IBM, Microsoft, Sony, Nokia, Mariott, American Airlines, Delta, DHL, United Airlines y muchísimas más… 

Otras, oportunistas y cínicas, decidieron aprovechar los vacíos de la oferta. Es el caso de Unilever, que en Colombia vende millones de dólares al año representados por ítems de comida e higiene. La multimillonaria empresa anunció hace dos años que se retiraría de Rusia. Mentira. No lo ha hecho. Ahí sigue. Por el contrario, según la fundación Follow the Money, dobló sus utilidades el año pasado, aumentó su pauta publicitaria y paga al fisco ruso jugosos impuestos (331 millones de dólares) que ayudan a Putin a sostener la sangría. “No somos una ONG”, se excusa su gerente mundial. “Seguiremos vendiendo nuestros productos”.

Esta semana, el gobierno ucranio calificó a Unilever como Patrocinador internacional de la guerra. Esto significa que, al adquirir productos de Unilever, los colombianos ayudamos a consolidar las finanzas de unos capitalistas sin escrúpulos cuya única bandera es la ganancia. Entre sus marcas se hallan Fruco, Maizena, Knorr, Mimosín, Pepsodent, Dove, mayonesa Hellmann, jabones Fab y Skip, helados Carte d’Or, te Lipton y vaselina.

Abstenerse de comprarlos es una manera modesta pero digna de rechazar esta barbarie que, al final, sí tiene que ver con nosotros.

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