“Mi argumento es que el alcance y la persistencia de la pobreza y la violencia en Colombia son una consecuencia de las facetas extractivas de las instituciones políticas”. Lo dice el premio Nobel de Economía, el inglés James Robinson, de 64 años, miembro del tridente galardonado esta semana por la fundación sueca.
El resumen, nítido y demoledor, forma parte de un artículo suyo publicado por la Universidad de los Andes de Bogotá titulado La Miseria en Colombia (2016). Casado con la bogotana y doctora en Ciencias Políticas María Angélica Bautista, una parte importante de su vida intelectual ha hallado tierra fértil en la historia del país sudamericano.
Su conclusión: el modesto nivel de desarrollo económico está atado al acaparamiento e ineficiencia, plasmado en la gestión institucional, de los representantes políticos. Un enunciado que, mirado de reojo, no contiene mayor novedad. O al menos en principio. Pero el abordaje en su momento fue rompedor y más de un politólogo enfiló sus críticas contra Robinson. No era la primera vez. Ya en otras partes del mundo las había recibido y en Colombia nacían del hecho de que le restaba peso a factores considerados seminales, como el centralismo, la calidad técnica de las normas, la incapacidad estatal para cubrir zonas del territorio o el fracaso crónico de la reforma agraria.
“Ellos [los tres Nobel] estudian la distribución del poder político y cómo afecta la obtención del bien común y del bienestar. No es tanto un tema de recursos o capacidad estatal. La pregunta central sería ‘¿Quién ha tenido en sus manos el poder político en Colombia y cómo ha moldeado con ello sus instituciones?”, explica el doctor en Economía, discípulo colombiano y amigo de Robinson, Pablo Querubín. Se trata de un enfoque con ingredientes de teoría política e historia económica que el Nobel de Economía en 1993 Douglass North (Estados Unidos, 1920-2015) comenzó a potenciar con sus estudios desde los setenta. Robinson y el también laureado Nobel Daron Acemoglu recogieron el testigo y vertieron parte importante de sus hallazgos en el libro Por qué fracasan los países (Deusto), un éxito de ventas donde figura el caso colombiano.
Como el término “instituciones” puede resultar algo borroso, y está en el corazón de este debate, el académico de la Universidad de Turín Juan Fernando Vargas propone una fórmula para acotarlo: “Son las reglas de juego que determinan las interacciones sociales, políticas y económicas”, explica por teléfono desde Italia el también investigador y antiguo profesor asistente del Nobel en la universidad de Harvard.
Se trata de la estructura que vertebra la vida pública. Con el Estado, quizás, como uno de los aparatos más visibles. Pero también toda la red de entidades que nutren las burocracias. “El grueso de la historia económica de Colombia hasta hace poco se centraba en entender las dinámicas de actividades como las exportaciones, la inversión o la industria. James y otros economistas le dan la vuelta al relato tradicional y empiezan a preguntarse cómo operan esos estamentos que son los que, en últimas, determinan cuánto se invierte, cuánto y cómo se educa a las personas y si somos capaces o no de exportar”, apunta Vargas.
Al tablero con los índices de pobreza o inflación y la contabilidad de crecimiento, ahora se sumaba la necesidad de evaluar el funcionamiento de esa maraña de entidades. Aquellos órganos terrenales cuya existencia, en todo caso, se creía parte de una suerte de orden natural: “Las motivaciones políticas han frenado el fortalecimiento de las instituciones. Los focos de poder regional, y los dirigentes a nivel nacional, han instrumentalizado el clientelismo para monopolizar los contratos públicos, los cargos o las elecciones. Todo esto, y eso es fundamental en la visión de James, son decisiones de individuos, gamonales, actores armados, o barones electorales, desinteresados en un sistema más pluralista, con mejor distribución de la tierra o educación pública de calidad”, detalla Querubín.
Caben pocas dudas de que las prioridades de la clase dirigente colombiana, por más benévolas que se presenten en ocasiones, han estado siempre en la diana del premio Nobel. Todo viene muy a cuento en esta coyuntura política. No sobra recordar que tras un agudo estallido social en 2019 y 2020, el país penalizó en las urnas al viejo consenso político y eligió al progresista Gustavo Petro, su primer gobernante de izquierdas en la historia contemporánea. Un exguerrillero, exparlamentario y exalcalde de Bogotá que nunca militó en ninguno de los dos partidos tradicionales.
Dos años de mandato más tarde, sin embargo, el presidente Petro ha calcado los mismos patrones de padrinazgo clientelar. Su Administración, salpicada por la ineficiencia en el uso de los recursos y sospechas de corrupción, se ha visto en apuros para llevar a cabo su programa de renovación social. Pablo Querubín recuerda que dos de las instituciones clave para la formación humana, superar la desigualdad y promover la movilidad social han estado atenazadas por la corrupción: “Las denuncias en el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar, los responsables del cuidado de la primera infancia, muestran que es un punto recurrente de extracción de rentas grande”, afirma Querubín.
Algo similar sucede en el Servicio Nacional de Aprendizaje (SENA), una entidad básica para la capacitación. Tuercas vitales del andamiaje que durante décadas parecen haber estado mal ajustadas y a la sombra de vicisitudes clientelares. Por eso, Juan Fernando Vargas, siempre apoyado en las tesis de James Robinson, apunta que el éxito de la tecnocracia colombiana ha sido limitado. Su arquitectura institucional no promueve la eficiencia política y los agentes encargados de la sala de control no se han interesado, en términos generales, en propiciar las mejores elecciones.
En materia económica se ha logrado mantener a flote un modelo macroeconómico estable, de modesto, pero constante crecimiento, pero también un cuadro lleno de desigualdades, con baja productividad y atrasos notables en la formación de capital tecnológico y, sobre todo, humano: “Hoy, igual que hace 250 años, tenemos un centro del país más o menos próspero y una periferia pobre y sin oportunidades. El diseño y toma de decisiones de las instituciones desde la élite del centro, básicamente, ha fracasado a la hora de integrar al Pacífico, al Amazonas y otras zonas de frontera para favorecer su propio bienestar”.
Robinson, que desde 2001 imparte un curso de verano en la Universidad de los Andes de Bogotá, también siguió de cerca el proceso de paz entre el Gobierno de Juan Manuel Santos y la extinta guerrilla de las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia). Su ejecución, tras la firma de los acuerdos de La Habana, ha sido el laboratorio perfecto para constatar la convergencia de algunas de sus conclusiones. Los poderes, a su juicio, no han volcado con claridad todos sus esfuerzos para favorecer la implementación. Un momento único, parcialmente desperdiciado, que debía haber funcionado como giro institucional y bisagra en la historia de violencia.
Con todo, de una mirada más detallada a sus múltiples publicaciones, se pueden extraer claroscuros y matices de una realidad compleja. “Colombia no es un caso de Estado fracasado a punto de hundirse”, escribe Robinson en su libro más conocido. Lo desarrolla en conversación con este diario el doctor en Economía por el Massachussets Institute of Technology (MIT) y profesor de Los Andes, Leopoldo Fergusson: “En uno de sus estudios, titulado ¿Colombia, un país latinoamericano normal?, aparecen las contradicciones. No hemos tenido, prácticamente, episodios de dictaduras, a diferencia de nuestros vecinos. Se ha logrado marginar los populismos extremos y sostener un modelo macroeconómico muy estable durante décadas. Tampoco hemos tenido episodios de hiperinflación. Pero al mismo tiempo es un país más desigual que la mayoría en Latinoamérica y el crecimiento no es destacable porque no se ha vuelto más rico que sus pares”, precisa el académico bogotano, que ha sido colaborador del politólogo inglés.
En sus trabajos, continúa Fergusson, Robinson ha resaltado a políticos con agendas centradas en fortalecer las instituciones y cumplir con el mandato de cobertura de bienes públicos de calidad. Por ejemplo, apoyó el énfasis que Antanas Mockus puso en mejorar la educación. “Jim ha sido explícito en reconocer, también, los cambios positivos de la Constitución del 91. Sobre todo en la relación de los ciudadanos con el Estado y sus canales para reclamar sus derechos y promover avances sociales”. De sus investigaciones se deduce que la Administración del presidente Juan Manuel Santos es una buena síntesis de todas las paradojas: “Su plataforma política propuso el proceso de paz y el diseño de instituciones más incluyentes. Pero al tiempo utilizó todos los sistemas de la clase política tradicional como parte central de su operación en el Congreso. El gran lío es que la reunión de todas esas colombias son dependientes entre sí. Hay un círculo vicioso”.
Y en aquellos vínculos tóxicos, según esta versión de la historia, anida el estancamiento. Son las huellas a seguir para entender dificultades como la inequidad, la escasa producción científica o la modesta renta por habitante. “El equilibrio político en Colombia es elitista y centralista. Es tan poderoso que nunca ha permitido un cambio estructural, un contrato social de verdad incluyente. Quizás el acuerdo de paz de La Habana planteaba otro paradigma, pero todo siguió igual. La composición del Congreso es, básicamente, la misma. Las FARC dejaron de ser un grupo armado y se convirtieron en un partido político residual con unas disidencias que volvieron a ejercer violencia en el campo”, concluye Juan Fernando Vargas, en la misma línea conceptual de James Robinson, su mentor y Nobel de Economía en 2024.
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