España cambia la historia

Las jugadoras de España celebran tras ganar la final del Mundial de Australia y Nueva Zelanda ante Inglaterra. Foto: REUTERS/AMANDA PEROBELLI

JORDI QUIXANO

La historia la escriben los vencedores. Y hoy la escriben las españolas, campeonas del mundo después de que Aitana, la más lista de la clase, robara el balón y se lo entregara a Tere Abelleira, la que siempre se salta las líneas de presión, la que entiende el desplazamiento en largo como una rampa para llegar al gol. Control exquisito de Mariona y doblada por la izquierda de Olga Carmona como mandan los cánones de la carrilera, que le pegó a la carrera, un disparo seco y cruzado, ajustado al poste y a la red. Heroína en semis, leyenda en la final ante una Inglaterra que lo intentó, pero se quedó con las ganas, eléctrica, pero sin mordiente.

España gobernó el centro del campo y las áreas. Buscó el segundo con insistencia. Se encontró con los palos Salma, que se metía en la cocina con su zancada larga. Y hasta erró un penalti Jenni Hermoso tras una mano de Walsh de manual que la árbitra revisó una y otra vez. Pero el gol no llegó.

Supo, sin embargo, resistir la Roja, a quien las derrotas han imprimido carácter y saber estar, por más que Inglaterra pusiera en aprietos a una Cata Coll que no entiende de tiriteras ni miedos, gigante con guantes. Mayúscula con los pies. No se entiende este equipo sin su sangre fría para sacar el balón. El fútbol de esta selección, a veces horizontal y pausado, en ocasiones más vertical y vertiginoso, empieza en ella y persigue la excelencia en cada pase. Así vence. Así se hizo campeona.

Título para España que explica que el fútbol es de las chicas, de esas que superaron los prejuicios y lucharon contra la desigualdad, de las mismas que pidieron turno —sin mucho éxito— para jugar con los chicos en el patio del colegio, de aquellas que tuvieron que aguantar improperios por amar a la pelota, de las que aguantaron durante años el amateurismo y condiciones irrisorias, también de las que han logrado con sudor y tenacidad, y un gran discurso con los pies, llevar el deporte a lo más alto, para cambiar definitivamente el mundo del balón.

El camino no ha sido sencillo, piezas de un puzle que empezó en Benidorm, donde realizaron la primera concentración, para pasar por Avilés, Copenhague y cruzar el mundo hasta Palmerston North, Wellington y Auckland de Nueva Zelanda; la Copa la alzaron ayer finalmente en Sídney.

“Nau Mai Peina” (Bienvenida España) se leía en un gran cartel y en lengua maorí en la Universidad Massey de Palmerston, campo base de la selección. Pero el saludo fue, más bien, el frío y la lluvia, además de las dobles sesiones —por la mañana sobre el césped y por la tarde en el gimnasio— hasta que comenzó el torneo. “La verdad es que odiamos un poco a Blanca [Romero, la preparadora física] al principio, pero luego lo hemos agradecido mucho”, admitía Laia Codina. Porque esa insistencia por reforzar lo físico las ha llevado hasta el título.

El pitido inicial se dio ante Costa Rica (3-0), duelo en el que España explicó que no se negocia con su identidad de amasar el esférico, pero que tenía un abanico de recursos, como sacar 70 centros para rematar el juego en el área rival, momento también en el que Salma Paralluelo se mostró al planeta fútbol. Después desfiló por la pasarela Zambia (5-0) y el plan varió, pues se buscaron con acierto los espacios entre las líneas para que Jenni Hermoso mostrara que es una futbolista que juega con sombrero de copa. Aunque el sendero también fue sinuoso porque Japón y su bloque bajo fueron una bofetada a la contra y sin igual (0-4). Pero se recompuso la Roja, con genio y carácter.

Para llegar al laurel quedaba un buen trecho. España nunca había logrado superar una eliminatoria en un gran torneo. Suiza era la primera piedra, una que resquebrajaron con buen fútbol (5-1), ese que destila Aitana para ser el marcapasos de la selección, ese que conjugaron todas porque la alegría había vuelto al vestuario, también la confianza, y hasta el reguetón o la canción Está por venir de Elena Farga, hecha para el Mundial y que escuchaban en el autocar antes de los partidos.

Como contra Holanda en cuartos (2-1 en la prórroga), ya asentada la revolución de Vilda, con Cata de portera en detrimento de Misa, que jugó hasta acabar la fase de grupos. En semis, de nuevo en los compases postreros, de nuevo con Salma como atleta con botas y estilete, se apuntó a la historia. “¡Estamos en la puta final del Mundial!”, gritaba Jenni mientras Vilda, orgulloso, repetía que su equipo tenía a 23 Balones de Oro, todas con minutos en el torneo a excepción de la tercera portera Enith Salón, todo profesionalidad y compañerismo.

Y llegó Inglaterra, fútbol directo y de segundas jugadas, con Hemp con el gancho y la caña preparada. Pero la Roja desnaturalizó al conjunto dirigido por la magnífica Weigman, bloque junto y equipo de pe a pa, también con las manoplas de Cata. España, que lo había ganado todo en el último lustro en las categorías inferiores —siete Eurocopas y tres Mundiales—, necesitaba dar el salto. Ninguno más grande que este, estrella en el escudo, gloria perenne.

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