Correr ligero

Niños jugando futbol en Medellín. Foto Óscar Cardona

Por Carlos Alberto Ospina M.

Don Gonzalo prefería que los mangos se pudrieran encima del piso que consentir la intromisión de varios jóvenes que, a hurtadillas, se colaban por el solar. Antes de la arremetida al estilo de ardilla hambrienta, los inquietos pelaban el árbol de la histérica solterona de la cuadra, usando la camisa a manera de costal de fique para poder cargar la sustracción. 

Sin más espacio en la camiseta de Pintuco que servía, también, para jugar futbolito y tardear, ellos le daban color a la vida henchidos de fruta hasta más no poder.  Las dos cosechas de mango criollo coincidían con los períodos de vacaciones y la necesidad de sazonar los ratos de ocio. 

De repente, el temerario Fredy, más conocido en el barrio como Popa, alertaba sobre la salida del vecino e iniciaba el operativo de allanamiento de morada. Cual gato de monte trepaba los muros traseros de la serie de pequeñas casas que su progenitor, don Luisiano, tenía en arriendo a gente humilde. Popa conocía a la perfección los resquicios y las fragilidades del improvisado sistema de seguridad de la parte posterior. El intrépido adolescente no contaba con el repentino regreso del dueño del preciado árbol.

“Fredy, le voy a decir a tu papá”, a un tiempo que soltaba el alarido, como misiles le lanzaba los mangos que tapizaban el suelo. Contra la voluntad del dueño del cultivo, el díscolo joven lo retaba saltando de rama en rama y burlándose de la falta de puntería del cincuentón. Antes de poner pies en polvorosa, los cómplices, alertaban que “la va a dar un infarto a don Gonzalo”. El colmo de la situación consistía en que un integrante del combo de infractores a las normas de convivencia era hijo del señor ofendido y un sociable pícaro, apodado El Pato.

Fernando, alias El Panadero, y el otro Fernando, El Pato, similar a sus nombres jugaban a dos barajas. El primero surtía a la barra de amigos con memorables galletas de mantequilla y recortes de rollo. Así mismo, proporcionaba el Sabajón, una especie de ponche de huevo y azúcar adobado con aguardiente casero, para las fiestas de garaje. Con dos tragos de ese licor, El Pato, comenzaba a mover la cola al son de Los Blancos de Venezuela y a reírse como el personaje de la caricatura el perro Pulgoso. 

No faltaba el malicioso que apagaba el bombillo al ritmo de la melodía de ‘Samba pa ti’ y ‘Hotel California’ que, dejaba en evidencia, el devaneo del momento y la ‘alzada de carpa’ de más de uno. Los Fernandos fueron rápidos brilladores de hebilla y versados en empujar hacia el muro. A ellas, solo se las notaba algo de sudor en la frente y un salpullido en el cuello o las orejas que años después, los varones, aprendieron a identificar a modo de excitación. En general, la atmósfera era libre de morbosidad y con un toque de candidez para la mayoría de participantes en la parranda.  Ahí duele el tiempo perdido y los momentos no vividos.

A la caída de la noche comenzaba el desfile de quinceañeras, una a una, hacia sus hogares; mientras que los hombres recogían, a medias, el desorden dejado durante la rumba en el ‘Cuarto taurino de don Ramon Ospina’ en el barrio Fátima de Medellín, aprovechando que este se encontraba narrando las corridas de toros para la Cadena Radial Caracol. 

Los chicos continuaban la fiesta verbal en las escalas de la casa de Lenguas, Antonio, a punta de relatos sobre proezas inexistentes, chistes e invenciones a cargo de El Panadero, a quien no se le escapaba ni el zapato volador de Beto ni la alzada de bata de La Licuadora y de Frentelápida. A veces, la coqueta doña Luz, acostumbrada a probar la resistencia de los colchones que fabricaba su marido, llamada a la policía a las 5 de la mañana, porque no la dejaban dormir. Al aparecer la luz del día esa vecina salía exhibiendo un diminuto pantalón corto para acabar de abrir los ojos a los avispados y trasnochados jóvenes.

Un pequeño receso para ir a desayunar y bañarse. Ese mismo día se convocaba la nueva cita a las 9 a.m. en la calle de atrás con fin el de realizar dos desafíos entre hinchas de Nacional y Medellín. En caso de ser época de mundial, mínimo se jugaban tres partidos diarios que únicamente los suspendía el paso de Alicia La Galletera con su manjar seco, en lugar de agua para los deportistas.

A aquellos muchachos del siglo veinte les importaba ser felices sin llevarse a nadie por delante. Hasta tal punto que Don Gonzalo, la corta balones, Delia, y la solterona, Martha, echaban cantaleta y agua caliente, con disimulado cariño, enseñándoles a correr ligero. 

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