Apaga y vámonos

Casa o Palacio de Nariño. Foto Presidencia de la República

Por Carlos Alberto Ospina M.

Una sociedad que normaliza la mezquindad de su liderazgo político termina en la degradación moral de sí misma. En el momento en que los ciudadanos no exigen sensatez ni probidad en su dirigente, ¡apaga y vámonos! La democracia en manos de un adicto, de un golpe, se pudre. Hasta ahí podríamos llegar en cuanto a la capacidad de obrar de la mayoría y la libertad de pensamiento. 

Esta dificultad parte del entorno de gallinas, aprovechados, aduladores y quejosos que prefieren agarrarse al trono de los espíritus corruptos que honrar los órganos de gobierno. Cada tercer día que, el vicioso firma un decreto, como un trapo sucio agoniza la eficiencia, la soberanía y la dignidad de la nación. Así se destroza la República a punta de caos generalizado, amenazas a la población y víctimas por todas partes. Mientras tanto, el ordinario agitador intimida a los opositores, enarbola la bandera de la muerte, trata como si no merecieran atención los asesinatos de uniformados, brinda con varias copas de whisky a manera de dársele un bledo los damnificados por el invierno y oculta a la vista la sobremesa de otra dosis de alucinógenos.

Caer de una órbita de cambios en el estado de ánimo a otra de menor garantía demuestra la falta de observación y de templanza de la ciudadanía. Es ‘no dejar clavo ni estaca’ en la pared para quedar atrapados en una espiral de destrucción a manos de un incapaz. A cierta gente le gusta el alboroto, ver el cielo por un embudo o regocijarse con el insulto hacia alguien determinado. Esas son las claves del pensamiento bajo, sensacionalista y efectista del supuesto indignado que mueve las emociones de la muchedumbre que, a su vez, hace oídos sordos al simple razonamiento.

Es difícil entender un asunto relacionado con la doctrina del obrar humano o los preceptos de la ética personal, cuando el timón del Estado está bajo la influencia, la estimulación y la alteración de la percepción de la realidad causada por las drogas psicodélicas. Con igual facilidad, el drogodependiente y el sicario se santiguan el día antes del desenlace. 

¿Cómo puede hablar de apretarse el cinturón, pedir disciplina fiscal o promover campañas de salud pública, si él es esclavo de sus impulsos más nocivos? Un drogota no tiene argumento de autoridad ni certidumbre moral y tampoco, es ejemplo para nadie. A pesar de la gritería consigue excitar a unos resentidos y a otros haraganes. 

Los altibajos que produce la adicción nublan el juicio, aumentan la ofuscación, acaban con la idoneidad y desestabilizan la institucionalidad a la medida que el aparato estatal se deforma para proteger al caudillo de turno. Un presidente drogadicto pulveriza la confianza internacional, ralentiza la economía, congela las inversiones, desgarra las alianzas y caricaturiza la imagen de Colombia.

¿Cuánto daño puede soportar un país que no discute sobre los problemas sociales y la visión de futuro, puesto que el debate se centra en el grado de deterioro de un toxicómano? Nada de boberías ni trivialidades que «déjenlo disfrutar su vida privada». El punto de mira es la dignidad del alto cargo que ostenta.

Somos gobernados por la consecuencia lógica de una democracia que perdió la vergüenza y tiró la toalla. Un Estado que resiste a pesar del espurio entre bastidores, resacas y sesiones de ministros más propias de cualquier bar clandestino que de un palacio presidencial. La cuestión no es cuánto durará el exguerrillero, sino cuánto tardará el país en derrumbarse detrás de este.

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