Tan parecidos

Bogota D.C. /México D.F. Foto You Tube

Por Fernando Calderón España.

No es difícil hablar o escribir sobre México. Al menos para el propósito de esta nota.

Después de 37 años de haber estado en Ciudad de México, cuando era distrito federal, -ahora CDMX- durante 30 días y 30 noches, regresé a esa urbe que, si no fuera por el avión, me la hubiera seguido imaginando grandísima, como en 1986. Ahora, es inmensísima y de los casi 9 millones, en total, de esa época, la capital, sin su área metropolitana, está llegando a los 10 millones, y con sus territorios urbanos anexos a los 23. Es la típica urbe latinoamericana. De ahí que somos tan parecidos en muchas virtudes, como en sus vicios.

No en vano, en cada pueblo colombiano existe un pequeño Garibaldi, con sus mariachis listos a soplar trompeta, rasgar guitarras, frotar violines, y poner a roncar guitarrones con ritmo, el bajo de los conjuntos, cuyo nombre viene del francés “mariage”, o matrimonio.

Tal vez, la serenata tradicional en la previa de la boda se estila con mariachis por esa razón. De por sí el mexicano es un maridaje de música y tequila que se supone eterno. En esto, también, nos parecemos.

Y nos hicimos tan parecidos porque heredamos sus relatos de amor y odio, su bandolerismo llevado a revolución; la guerrilla de Pancho, un militar salido del bandidaje con ideales sociales y alias para esconder su nombre, que impuso su rebeldía; los atracos sin mano armada, al erario, por parte de prestigiosas autoridades morales y los hurtos de escrituras o títulos de tierras locales, que se volvieron nacionales; y hasta los amores que podrían haber salido de un comunismo sentimental entre la hija de la sirvienta pobre y el hijo del rico hacendado de pueblo, explotador, malacaroso y burlón.

Hay muchos aspiracionales e ingenuos campesinos nuestros venidos a más, con ese espíritu mexicano que se moldeó en las películas de Churubusco, que llegaban a las paredes blancas, o a los telones remendados, en donde se proyectaban los bigotes de casi todos los actores mexicanos, que con ropa de charro imponían su ley en cada territorio asignado por la herencia convertida en derechos políticos.

Tener bigote era, además, un distintivo de hombría con lo que se fue gestando el machismo mexicano, acompañado de disparos al aire, al estilo de un famoso triste, que le ganó a la pobreza y al racismo, gracias a sus pies.

Con canciones e historias de revoluciones políticas y del corazón nos fuimos pareciendo a los mexicanos, con una leve ventaja por parte de los herederos de la Malinche y Cortés, que los hicieron respetuosos y orgullosos de sus ancestros, en un país multiétnico desde sus aborígenes.

Tan parecidos que su capital es una tribu monumental con chozas modernas de la Latinoamérica de siempre con pasajes comerciales, mercados, parques limpios y otros sucios, protestas diarias, cierres de vías; casas de origen prehispánico, colonial y moderno, hasta llegar a las moles de acero, concreto, aluminio y cristal; con diferencias marcadas en el aspecto exterior de los sectores que no es difícil distinguir entre un lugar de privilegios y otro de abandono.

México es desorden más ordenado gracias al metro, el tren ligero, el metrobús (dicen allá que es una copia de Transmilenio), el cable, las RTP, los colectivos y otras ofertas que hacen un poquito menos dolorosa la movilidad, pero no pulverizan la semejanza.

El individualismo, ese enemigo público que destruyó el altruismo y el papel periódico en donde escribió el caraqueño Carreño, se tomó las añoradas buenas maneras de una cantidad apreciable de gente que se dedica al servicio y, ahora, somos tan parecidos.

En hoteles, restaurantes, calles y avenidas impera el afán a la hora de atender al visitante, y bien podría decirse que cada mexicano, en verdad, se interesa solo por el pan de cada día, como si no se pensara en todos y todos los días. En México, como en Bogotá, todos sus habitantes están de afán.

La porción política, no podía faltar. Las jornadas en las que nos desplazamos por poblaciones históricas de México estuvieron matizadas por la clase de historia de nuestro guía, de apellido Mariscal, entrenado para impresionar y para dejar un agradable recuerdo. Su nombre de familia contrasta con su manera de pensar. Nuestro Mariscal es hincha de López Obrador a quien considera el mejor de todos los tiempos, incluso, desde cuando fuera jefe de gobierno del D.F.

En México se respira, también, un aire mafioso. En la república, por las narrativas televisivas, pareciera que mandan dos: el gobierno y los señores de los cielos, encumbrados como su nombre lo indica, en las alturas inalcanzables de la economía ilegal. Ese otro matrimonio de camas separadas, claro está -recuerden la palabra mariachi- sigue mandando en una nación llena de contradicciones, como la nuestra. Es que somos tan parecidos.

No resultó difícil escribir sobre México, un destino que asusta hoy, (como me lo dijo un amigo), pero que hay que profundizar para comprender que somos tan latinoamericanos.

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