Otraparte. Elogio de lo simple

Por Óscar Domínguez

Como hay que ir escogiendo personajes del año, me reuní conmigo mismo, hice quorom  y declaré  “Días perfectos”  como mi película del año. No hay que utilizar Waze ni Gps para seguir sus pasos.

En la película japonesa de  Wim Wenders me ví biografiado. Me sentí Hirayama, personaje del filme. Mis respetos al actor que lo interpretó, Koji Yakusho, premiado en Cannes. “Él se convirtió en la película”, declaró Wenders. (La hipérbole de Wenders me remitió a lo que dice un amigo concertino: mi violín es toda la orquesta). Los miopes que adjudican el Óscar lo ignoraron.

Torciéndole el pescuezo al cisne, “Días perfectos”, es un elogio a los oficios. En Locombia los hizo el poeta Castro Saavedra de quien celebramos cien años.

Hirayama limpia los baños públicos de Tokio como quien cultiva rosas. Con una alegría que se advierte en su cara, en su silencio, en una sonrisa enigmática de Monalisa oriental. En próxima encarnación haré el oficio que me toque desde la óptica de Hirayama. (Ojalá me dicte la jardinería. Al chiquito Napoléon le faltó hablar más con el jardinero. Decía).

Koji Yakusho es Hirayama.
“Komorebi es la palabra japonesa para el resplandor de luz y sombras que crean las hojas mecidas por el viento. Solo existe una vez, en ese momento”. O sea aquí, ahora.

Hirayama, protagonista de «Dias Perfectos», una película japonesa que es un elogio a lo cotidiano.

Hirayama  es jardinero en su solitario cambuche. Y fotógrafo de dos pesos  con su arcaica Olympus. Lee libros comprados en las “agáchese” de Tokio. (Luis Alberto Arango, Palinuro, de Medellín, y Jaime Bedoya, envigadeño, son mis jíbaros de libros viejos).

“Días perfectos”   invita a gozarnos el entorno, a mirar al cielo para no perdernos “la luz que gotea a través de los árboles”. A este fenómeno los japoneses le tienen una palabra: “komorebi”.

El filme ratifica que lo mejor es gratis: la vida, su antípoda la muerte, el viento (“valió la pena vivir solo por ver pasar el viento”: Pessoa), el sueño, el olvido, los pájaros “que nunca cambian de canción”,  esa mujer que nos electrocuta con su desdén.

Interpreto la cinta como un homenaje a la simplicidad y  a su parienta rica la cotidianidad. Es una poética defensa de la rutina, de las pequeñas cosas que le inspiraron una bella canción a Serrat. 

Para los nostálgicos, la película  marca la resurrección de los casetes en los que Hirayama escucha su música preferida. Conservo unos 200. Wenders tenía 20 mil pero los botó. Los que tengo, regalo de mi amigo Orlando Cadavid,  “no los dono en usufructo ni los regalo”. Vivo a la penúltima moda en muchas cosas. Nos vemos, Hirayama.

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