Otraparte.El libro de taquigrafía

El libro de taquigrafía Gregg

Por Óscar Domínguez Giraldo

Es un libro de pasta dura, de colores rojo y amarillo, “el color por el que se podría cometer un asesinato”. Me acompaña desde hace sesenta años y cinco años con fidelidad del perrito de la Victor. Jamás se vendió pirateado en el semáforo. No lo busquen en la feria del libro bogotana.

Lo tengo en la dulce compañía de las ficciones de Salgari, Dumas, Verne, Twain. Nunca lo he leído. ¿Quién se lee un libro de taquigrafía? Bueno, mi libro de Taquigrafía Gregg simplificada no fue concebido para ser leído como una novela porno o de detectives. Elemental, mis queridos Watsons: Mr. John Robert Gregg editó un manual para escribir rápido.

La taquigrafía es el esperanto de la síntesis. Los editores de Mc Graw-Hill dicen que quien aprende esa materia “escribe más rápido porque su cerebro, libre de estorbos, funciona con mayor presteza”.

Mi idea nunca fue aprender a escribir rápido aunque a los periodistas nos vendría bien conocer esos galimatías. 

Señoras y señores, abróchense los cinturones: en ese libro intercambiaba correspondencia con mi primera novia cuando ella estudiaba en el Colegio de la Presentación de Envigado, donde también lo hizo Mercedes Barcha, la esposa de García Márquez. Algo en común con esa pareja tenemos Penélope y su Ulises de dos pesos. (He cambiado su nombre para proteger su biografía).

También fui su primer novio. Me hice presente en su fiesta de quince con un talco Flores de Niza. Esa noche bailamos el bolero “Sin un amor”, entre muchos otros. Una frágil correveidile o “capullo de azucena”, como les decían a sus alumnas las hermanas de la Presentación, se encargaba de movilizar nuestras metáforas.

En mis visitas de enamorado, ella se entrenaba conmigo tocando al piano piezas de Chopin. Yo era todo su auditorio. Su claque.

En mis cartas, de pronto me robaba imágenes de corte centenarista que encontraba en la correspondencia que mi taita le escribía a su novia montañera, mi madre. Como esta: “Y sin más, recibe en la humilde queda de un suspiro, mi doliente corazón”.

Me pregunto si me echó porque no le gustó el talco que la regalé en sus quince, o porque no quería nada con un tipo que madrugó a plagiar frases de amor sin ponerse colorado. O si me echó por unos versos que le hice. Tenían este estribillo: “Te querré, Penélope, morirás amada”. Frente al pelotón de fusilamiento de la vejez, sospecho que me destituyó de sus aurículas y ventrículos porque ella quería vivir de amor, no morir. Lo tendré en cuenta para la próxima…

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