Nada es para siempre

Ilustración ABC

Por Carlos Alberto Ospina M.

“El día antes de su cumpleaños, el 21 de enero de 2002, le regalé una camisa azul que no alcanzó a estrenar. Mi esposo decidió suicidarse”. Claudia Patricia, por aquel entonces, una joven de 24 abriles quedó con una niña de un año y medio de edad. En el vientre daba vueltas otra chiquilla que no conocería a su papá.

“Aprendí a no guardarme nada. Decidí enterrarlo con la camisa nueva. No tenía sentido amontonar cosas ni recuerdos”.  De forma extraña, el encogimiento del corazón encendió una vela de esperanza e ilusión. Ella, hizo una pausa para mirarme a los ojos con cierto grado de inquietud y curiosidad por saber cuál era mi percepción al respecto. Sonreí, y continuó con el relato de su veinteañera determinación.  

“Hasta ese día me cuestionaba sobre varios aspectos, no dormía debido a las preocupaciones, y la verdad, me cargaba con los asuntos de los demás. Carlos, ¿soy muy egoísta?”. Alcé los hombros y no dije esta boca es mía. La intención de ese diálogo catártico no consistía en juzgar ni purificar la condición psíquica de alguien. Solo pretendía conocer algunas razones del buen ánimo de una mujer que no se ha dejado marchitar por la adversidad. De hecho, irradia una personalidad e inteligencia que cautiva la atención del entrevistador a pesar de las contradicciones.

De manera prematura, de pronto, no habló más de su viudez. A partir de la firmeza de carácter comenzó a cargar con el santo y las dos pequeñas huérfanas de padre sin mostrar debilidad ni aflicción desmesurada. No todo fue temple sereno y firme. Asumió infinidad de horas de desaliento que la situaron al borde del abismo y la desesperanza.

Consciente de los ataques despiadados, el egoísmo, la intromisión de terceros, el riesgo específico de perder el apoyo familiar, la duda que acompaña desaprenderse de la serie de prejuicios morales y la inseguridad que desata el miedo; Claudia, se la jugó por defender sus posiciones. Mucho antes de la actual moda de emancipación femenina que, a veces, irrespeta la naturaleza propia de la mujer y su inherente libertad; ella, comenzó a disfrutar sin pausa hasta llegar a primera base. 

“De aquí para allá voy a antojarme tanto que no habrá espacio para el arrepentimiento. El suicidio de mi marido produjo la revelación de una verdad oculta. ¡Uf! Vivía por y para otros”, exclamó, esperando una eventual controversia. Por eso, no revolví imprudencia con engreimiento.

“Aprendí a las patadas a no dejarme afectar por las desdichas de nadie.  Una cosa es mi autenticidad interior, ¡muy compleja!, y otra, mi grado de responsabilidad con la formación y el futuro de mis hijas. ¿Cuántas mujeres viven en cuerpo ajeno? Corrijo mi pregunta, ¿cuántas no aprenden del dolor, la traición, el sometimiento y la falsa conducta de mostrarse muy señoras? Usted, no se imagina la cantidad de solapadas y marrulleras que se disfrazan de damas”, concluyó, bajando la mano al estilo de dictar sentencia inapelable.

Cualquier punto de vista frente al dictamen anterior pondría al entrevistador en el endeble estrado del juez ignorante. Unos y otros miramos con lentes de aumento desde la perspectiva viciada y atada a patrones que, por equivocados, cumplen una función específica en el llamado romance de ciego y en la relación íntima consigo mismo. Por algo, buena parte del cuerpo de aquella mujer está coloreado con cierta corriente poética, quizá, buscando alzar el grito de lo que espera descubrir.

“No quiero sentir dolor físico ni moral. ¡No lo voy a permitir!” Entonces, le repliqué de inmediato. ‘¿Eres feliz?’. “Sí, me regalo lo que quiero hacer”, señaló, levantándose de la silla a la par que tongoneó la figura. ‘¡Ah, ya!’, asentí sin aspaviento de ninguna índole. A reglón seguido, comenté que nada es para siempre y cada cual se muestra cómo se siente, dejando sobre la mesa ese lugar común de no ir contra el tiempo de otra persona.  

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