Millones y millones de segundos sin mamá Geno  

En la fiesta de su cumpleaños 90, doña Geno, con su nuera, Gloria Luz Duque, quien pintó el óleo que las acompaña. Hace presencia contundente la máquina Singer que nos dejó en herencia a sus hijos.

Por Óscar Domínguez G.

El primer recuerdo que tengo de mamá Geno – nacida un día como hoy  8 de noviembre hace 102 años- se remonta a nuestra casa de Versalles, corregimiento de Santa Bárbara, Antioquia. Tendría yo unos tres o cuatro años. La veo en la inmensa huerta recogiendo vitorias, fruta que mezclaba con los frisoles y que preparaba en exótico dulce.

En esa huerta sin fin para mis ojos asombrados de niño, un espantapájaros hacía todo lo posible por evitar que las aves se comieran los frutos que creíamos escriturados para nosotros. Mi contacto con ese espantapájaros fue mi primer diálogo con la vida.

Los recuerdos de mi madre son más intensos cuando me remito a nuestra vida en el barrio Aranjuez, en Medellín. Después de las seis de la tarde teníamos que estar recogidos los seis hermanos para comer los inevitables frisoles, rezar el kilométrico rosario en familia y leer algún libro. O escuchar  radionovelas, como Lejos del Nido. Leía  la madre, o nos ponía a leer a sus polluelos. Rosa de Tanemburgo (?) y Genoveva de Brabante, son dos de los libros que leímos en grupo. El porqué escogió precisamente doña Geno esas novelas  es algo que nunca supe.  

Hicimos una escala técnica de un año en La Estrella donde estudiamos uno o dos años de primaria.
Mi mamá no sólo me prestó durante nueve cómodos y tibios meses su hábitat de cinco estrellas para crecer «y tamborilear» dentro de ella. Con esas tempranas lecturas y las noches de radio me señaló el camino del trabajo con el «que ganaría la vida»: el periodismo. 

Fiel lectora de periódicos y de todo lo que caía en sus manos, fue una de mis más fervorosas y críticas lectoras.   Nunca  se excedió en el empleo de adjetivos. Adular no fue su fuerte. Había que leer sus elogios en su escasa sonrisa. Claro que el final me dijo sin mucha poesía: “No lo volví a leer, mijo: usted escribe muy enredado”.

Doña María Genoveva, su nombre completo, se impuso la tarea de que nosotros lográramos lo que ella no alcanzó, dadas las limitaciones del medio rural en el que se levantó. Y nos facilitó todo para la lectura y el estudio. Lo mismo su esposo, don Luis María, liberal oficialista de Santa Bárbara, una llama que el viento tampoco apagó para sus hijos. 

Una silenciosa lealtad fue una de sus características de mamá Geno. Fue leal en su papel de mujer, esposa, madre, ama de casa infatigable, suegra, amiga de escasísimas amigas. Oficios todos que enalteció y en los que se ganó una calificación de cinco admirado.

Una vez me sopló este enigmático consejo: «No diga nunca todo sobre usted. Deje algo». Todavía no lo entiendo en su magnitud, pero sospecho que lo he seguido.

Me permitió crecer en libertad cuando empecé a volverme adolescente, adulto. Como la educación sexual no se estilaba en sus tiempos – las mujeres llegaban al altar sin saber por dónde iba el agua al molino sexual –  y ante la avalancha de preguntas que le soplaba su hijo piernipeludo, un buen día me regaló un librito amarillo titulado algo así como: «Respuestas a las preguntas sexuales de los niños». 

Con él me defendí de las primeras escaramuzas de la libido. Aunque tampoco allí aprendí cómo se hacía el amor que era una de mis inquietudes fundamentales.  Confieso que al principio creí  que el asunto era por la vía del ombligo… Falso positivo, según constaté luego.

También tuvo que responder esta pregunta: “Mamá, verdá que yo soy muy feo como dicen los niños en la escuela”. Su respuesta al matoneo de mis contemporáneos me dejó pagando escondederos a peso: “A mí no me parece, mijo”. 

En ella tuvimos una espléndida cómplice. Impidió que nuestras hermanas se quedaran «sin probar de sal» (vírgenes), vistiendo  santos. Para ello, a espaldas de su celoso marido,  les alcahuetiaba novios impetuosos y timoratos al mismo tiempo. Sin epístola de por medio, de aquello, el gustico, ni pio.

Fue una mujer de acción más que de palabra. En vez de decir una cosa, prefería hacerla. 

Crecimos a su lado, protegidos siempre, “a salvo de todo mal y peligro”, como decía, siempre encomendándonos a  Dios a mañana, tarde y noche. Cuando la necesitábamos,  estaba allí con su consejo. O con su silencio. Ella sola era la encarnación del Salmo 91. Fue  “nuestro refugio y fortaleza” como dice otra de las oraciones que nos metió en el disco duro. 

No desperdiciaba nada. «Es pecado botar alimentos», era una de sus frases de combate. De niño recuerdo que teníamos limosnero propio. El mendigo aparecía ciertos días para no cansar: pues bien, doña Geno le tenía plato y cubiertos propios. De paso, practicaba su deporte favorito: la caridad cristiana.

Fue siempre de una coquetería infinita, de una feminidad en la que nunca se ocultaba el sol. En otros tiempos, todas las noches, se aplicaba pomada Peña o Crema S de Ponds. Nunca le faltó el maquillaje. Ella misma se hacía la bronca y protestaba por la llegada de las arrugas. Coquetería, doña Geno te llamaría.

Esta eterna trabajadora de sol a sol, tocaya de Santa Genoveva, patrona de París que nunca pidió vacaciones, vivió con inteligencia y estoicismo su tercera edad. Con cierta nostalgia por los días juveniles, pero admitiendo la inevitable acumulación de los años. «He vivido el invierno, el verano, la primera y el otoño», le escuchábamos decir.  Su salud fue buena, digamos que hasta los noventa. Luego se fue convirtiendo en una “flor desmayada”, como diría su hija Lucy. Agarró el paraguas y se volvió eternidad a los 93 años, el 29 de marzo del 2015.

Su mano zurda para unas cosas, se excedía a la hora de echarles sal y azúcar a las comidas y bebidas. Su dieta consistía comer de todo, pero medidito. 

Esta abuela y bisabuela lucía una cara especial para asistir a misa, rezar, hacer las novenas. En todas esas caras entraba como en trance místico. Ay del que la interrumpiera. En misa no le entraba ni el Magnificat. Que nadie se atreviera a distraerla.

Le guardó fidelidad a dos a tres tragos de aguardiente cuando era el momento. En alguna época se fumaba un solo cigarrillo Pielroja al día hasta que dejó el «vicio». No le conocimos otros pecadillos.
Discreta como ella sola, solo ejerció intenso protagonismo cuando hacía las veces de periódico de la familia. Todos la llamábamos para comentarle sobre nuestras vidas y milagros. Esa información ella la volvía noticia que transmitía fielmente a medida que la iban llamando los «suscriptores» (sus hijos) de ese periódico que tenía su rotativa en la garganta de la abuela María Genoveva, su gracia completa. 

Solo ella con su generosidad, entrega, infinita paz-ciencia, capacidad de aguante y lealtad a prueba de balas, logró mantener la unidad de la familia. Lo digo ahora que no me puede torcer un pellizco porque nunca le gustaron los reconocimientos. A mí me tenía prohibido que la mentara en mis columnas de prensa. “¿Eso pa qué?”, me decía cuando  la mencionaba para hacerle algún disfrazado homenaje. O para citarla como invaluable fuente de información que fue durante años.

Muchas veces la llamé para que me  recordara una palabra exacta, un adagio, una receta de cocina, las virtudes de una planta, un nombre extraviado, un dato histórico familiar, una costumbre antañosa para compararla con alguna realidad actual. 

Doña Geno, lista para abordar el metrocable a Santo Domingo, en compañía del Negro Óscar.

Nadie disfrutaba más de los placeres sencillos de la vida que ella. Hizo de la cotidianidad una religión, la mejor forma de disfrutar de la vida. Todo lo de la naturaleza le parecía «muy lindo, eavemaría». Una reposada vaca, un arroyo juguetón, un árbol, un arcoiris de siete o de dos colores, los pájaros, una calle, los sietecueros, le alegraban la jornada. Miró siempre las cosas con ojos de niño. Observó su entorno con la curiosidad de quien mira siempre  por primera vez.

A su muerte cometí estos versos:

Elegía por una flor

¡Cómo te recuerdo, hortensia silenciosa!
Ni una sonrisa me regalaste cuando besé tu mejilla fría.
Comprendí entonces que la muerte es para toda la vida.
Viendo cómo te apagabas le retiré el saludo al que fabrica estrellas.
Nos reconciliamos (¿¡) cuando te llamó a su izquierda mano.
Fue un guiño coqueto a tu zurdera.
Dios no tiene presa mala. Dirías.
Discreta como un salmor
Te gastaste todo el protagonismo en tu prole.
Amabas la vida. Las arrugas te dañaban la comunión.
No rimaban con tu coquetería de todos los semestres.
Si no podías contemplar los sietecueros
Tampoco tenía gracia continuar en la pasarela.
Disfruta tu sabático eterno.
Desde allí sigue alumbrando nuestro ocaso Y celebrando otros amaneceres surgidos de tus entrañas.
(Abril de 2015)

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