Lunes del ajedrez: Elogio del juego más bello del mundo

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Por Oscar Domínguez Giraldo

El ajedrez, como el mar, solo nos muestra el agua de encima. En el juego de los trebejos, la procesión de belleza y controversia va por dentro.

Para muchos, el ajedrez se convierte en esa mujer fatal que nos acompaña en los sueños y en los insomnios. Durmiendo soñamos con la jugada que pudo haber sido y no fue. Ganamos muchas partidas durmiendo. Con Morfeo de por medio, perdemos otras.

El ajedrez es el indiscutido esperanto de la imaginación. Sirve para demostrar la existencia de Dios. Y de la belleza.

“¿Qué dios detrás de Dios la trama empieza de polvo y tiempo y sueño y agonías?”, se pregunta el escéptico Borges en uno de sus sonetos sobre el juego que nos iguala por lo alto a miles en este tablero llamado mundo.

La vida, el ajedrez y la música son alfiles del mismo color. Todos tienen entrada, medio juego y final. Lo mismo ocurre con las noticias, en la vieja estructura de la pirámide.

Una partida es una exigente prueba en la que los músculos apenas se mueven dentro del tablero, esa pasarela donde 32 piezas esperan que las movamos con cierta poesía. Y ojalá talento.

Se equivocan quienes sospechan que es un juego monótono, aburrido, lento, simple como beso de boba.

¡Trebejistas! es uno de los alias que nos damos quienes practicamos esta religión del silencio. Por cariñín, entre los de la logia también nos decimos: “Maestro”, y seguimos adelante, sin creernos maestros de nada y sí aprendices de todo (=Serrat).

Solo en el ajedrez se dan actos de magia como estos: Proletarios peones podrán comer reina en algún momento de la confrontación. Plebeyos peones reencarnarán en encopetadas damas si logran coronar la tierra prometida del antagonista. Puro travestismo deportivo.

“Me dan lástima quienes no ven belleza en el ajedrez”, tronó el fallecido Bobby Fischer, el excéntrico campeón nacido en Brooklin para darle estatus al juego-deporte-ciencia-tic-pasión-pasatiempo-enfermedad. 

Hasta Fischer los jugadores eran bohemios, mal vestiditos, generalmente andaban con el almuerzo embolatado. Como sus colegas, los poetas y literatos de antes. 

Ahora los grandes campeones ponen sus condiciones antes de sentarse al tablero. Cobran sumas astronómicas. Son tan exigentes como Messi, Ronaldo, Madonna, Nadal, Federer, Tiger Woods, Rolling Stones. 

O conspiran contra los gobiernos, como en el caso del excampeón Kasparov, empeñado en cambios en el ajedrez político ruso. (En la única visita que hizo al país, Kasparov agradeció a la vida haber tenido un rival tan arisco como Karpov: sin un contradictor tan exigente, dijo, no habría llegado tan lejos). 

Hoy manda sobre los 64 escaques el campeón mundial de nombre Magnus (=grande) Carlsen. ¿Qué hay en un nombre?  El noruego con cara de eterno nerd tiene la respuesta.

Al llenar un registro de hotel yo podría consignar que perdí contra un excampeón mundial, el ruso Boris Spassky. Necesitó 28 jugadas para mandarme a la ducha.  Suelo aclarar en letra pequeña, de edicto, para que nadie lo lea, que me derrotó en unas simultáneas en las que enfrentó a 30 tableros. Algo tan exigente como hacer el amor 30 veces al mismo tiempo.

“Cometo errores, luego existo”, comentaba filosóficamente Tartakower.

Y el excéntrico hombre de teatro español, Fernando Arrabal: “El ajedrez no es como la vida. Es la vida. Justo como en el teatro”.

En sus conversaciones con Marcel Duchamp, Pierre Cabanne le preguntó: “¿Es el ajedrez la obra de arte ideal?”. 

Duchamp respondió: “Podría ser. Sume a eso que el mundo de los jugadores de ajedrez es mucho más simpático que el de los artistas. Son personas totalmente obnubiladas, completamente cegadas, que llevan anteojeras. Son locos de cierta categoría, como se supone que lo son los artistas, que no suelen serlo. Probablemente eso fue lo que me resultó más interesante. El ajedrez me atrajo mucho hasta los 40 o los 45 años, luego, poco a poco, el entusiasmo me fue mermando”. Pasa hasta en las mejores familias.

Dime cómo juegas y te diré cómo sientes y de qué te vas a morir. En la forma de interpretar las piezas, se te sale el católico, el ateo o el testigo de Jehová que te habita.

Más que una charla con el siquiatra en la comodidad horizontal del sofá, o con el confesor en la intimidad vertical del confesionario, es en una partida de ajedrez donde el cliente queda con los trapitos al sol. Cada partida es como una autobiografía en borrador.

Terminada la confrontación, las piezas que se han agredido, van a dormir juntas en la misma bolsa donde convivirán hasta el próximo entrevero. Pura socialbacanería: los de arriba juntos y revueltos con los de abajo.

Alguien dijo que si no hubiera perros, no valdría a pena vivir. Diría lo mismo del ajedrez. Acepto la reencarnación solo si incluye el ajedrez. No se lo pierdan.

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