Los Danieles. El poder y la mentira

Enrique Santos Calderón

Enrique Santos Calderón

Donald Trump mintió de manera descarada y hasta cierto punto torpe cuando anunció que el potencial nuclear de Irán había quedado pulverizado (“obliterated“) tras los bombardeos que ordenó la semana pasada contra ese nación islámica. Luego se echó para atrás, pero continuó con una extravagante comparación de ese ataque con la bomba atómica sobre Hiroshima al final de la Segunda Guerra Mundial.

Ni el apego a la verdad ni la sapiencia internacional son virtudes de un mandatario que cimentó su protagonismo político sobre una mentira: que le habían robado la elección de 2020. Le sirvió para agitar los ánimos y cuando llegó al poder su tendencia a torcer la realidad y fabricar verdades propias se volvió costumbre. CNN divulgó estos días una larga lista de los embustes y patrañas en que ha incurrido Trump desde que regresó a la Casa Blanca.

Y pensar que la Corte Suprema de Estados Unidos le acaba de otorgar nuevos poderes, al limitar la facultad de jueces federales para bloquear decisiones de su gobierno. Pésima noticia para todos los sectores sociales que han sufrido los abusos de poder del presidente. Comenzando por los miles de  inmigrantes que ante la implacable persecución del ICE ya se están “autodeportando” o han desistido de  su ilusión de ingresar al paraíso gringo. Victoria de Trump y signo inequívoco del avance de su nacionalismo xenófobo, que ha llegado a proclamar que los inmigrantes latinos “envenenan la sangre americana”.

En la historia de la política mundial, desde los griegos y tal vez antes, la tensa relación entre el poder y la mentira es una constante. Imponer una verdad ha sido motivo de lucha permanente entre quienes se disputan el poder y la mentira parece consustancial a la política. ¿Cuántos grandes acontecimientos no han sido propiciados por maquiavélicas tergiversaciones? ¿Cuántas victorias y derrotas históricas no han sido objeto de grandes engaños? Todo en su debido contexto y proporción, claro. Algo va del Caballo de Troya al Watergate de Nixon.

Ejemplo histórico de manipulación de la opinión pública para avanzar políticas fue la “gran mentira” de los nazis sobre la responsabilidad judía en la ruina económica de Alemania tras la Primera Guerra Mundial. Hitler la utilizó para justificar la persecución y exterminio de millones de judíos durante el Holocausto. Las falsedades del Pentágono sobre los bombardeos de aldeas vietnamitas o las de la industria tabacalera sobre los efectos del cigarrillo son ejemplos distintos del devastador efecto social que  puede tener engañar al público sobre temas que lo afectan.

Las grandes mentiras históricas y sus personajes son conocidos y siempre interesan más cuanto más cercanos y célebres sean sus protagonistas. Se sabe que los políticos mienten, como todo el mundo, pero cuando el pillado es una gran figura pública la cosa es a otro precio. Clinton mintió bajo juramento sobre su relación con Monica Lewinski pero sobrevivió al escándalo, a diferencia de Nixon que no resultó un mentiroso simpático ni convincente. Churchill, que también sabía adornar la realidad, decía que la verdad debería estar siempre escoltada por una coraza de falsedades. 

Habrá que ver en qué terminan las mentiras sobre Irán. La afirmación del ayatolá Jameneí de que Israel “casi colapsa” por los ataques lanzados desde Teherán ha resultado la más sorprendente hasta ahora.

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Según The Economist el “estilo pugilístico” y la “naturaleza polarizante” del presidente Petro han contribuido al empantanamiento de su ambicioso programa de reformas. No le falta razón a la revista inglesa, que también destaca en su última entrega la solidez que en esta tensa coyuntura colombiana  han demostrado los controles y contrapesos de su sistema democrático.

Haber calificado de “sedicioso” al registrador por no avalar el ”decretazo” con el que se pretendía convocar a una consulta popular y la (hasta ahora) fallida pretensión de embarcar al país en una  asamblea constituyente son muestras de ese espíritu polarizante y pugnaz. Ha sido característico de la personalidad política de Gustavo Petro y sería ingenuo pensar que a estas alturas, pese a sus últimos  logros jurídicos y políticos, vaya a virar hacia posturas más conciliadoras.

Por el contrario: mientras más se acerca el final de su mandato y más se alejan sus metas de cambio, más radical y exasperado se muestra. Y hasta entiendo su frenética búsqueda de temas y propuestas que generen polémica, lo mantengan al frente de la misma y de golpe logren reversar el lento pero seguro declive de su popularidad. La encuesta Inmaver de junio señala que su desaprobación pasó del 57 % al 64 %.

No será sacando mafiosos de las cárceles para que lo acompañen en actos públicos como recuperará favorabilidad. El “tarimazo” en la plazoleta de La Alpujarra lo ha golpeado ante una opinión que resintió esta decisión. Si el propósito era el de “ambientar” la paz total, el efecto fue todo lo contrario: radicalizó aún más el ambiente.

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Crecen aquí y allá voces que alertan sobre el peligro que corre la democracia colombiana ante las pretensiones del presidente de extender su mandato mediante maniobras que estaría preparando el MinJusticia Montealegre. Sin ignorar las habilidades de Montealegre ni subestimar los anhelos continuistas del Pacto Histórico, me parece un temor exagerado que genera alarmismo entre la ciudadania. No tiene fundamentos sólidos y, si llegaran a aparecer, ahí tenemos instituciones con los contrapesos y controles para impedir desbordamientos del poder ejecutivo. Nuestro sistema democrático no es perfecto, pero ha demostrado que sabe defenderse.

La lucha política que se avecina será emotiva e intensa y no tiene sentido calentarla aún más con versiones catastrofistas.

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