Los Danieles. Doctor Petro y Míster Gus

Daniel Samper Ospina

Daniel Samper Ospina

Doctor Petro era un prestante servidor público que solía dar ejemplo de liderazgo sano. Vestido con traje y corbata, gobernaba su país con la premisa de ser el presidente de todos, no solamente de quienes lo eligieron, y solía llegar temprano a su despacho y puntual a sus citas. 

—Buenos días, Laurita. ¿Cómo es la agenda de hoy para cumplirla minuto a minuto, sin un solo retraso? —decía a su secretaria privada mientras se sentaba en el sillón presidencial, abría el maletín y se ponía manos a la obra, como un gran jefe de Estado.

Notábasele pulcro en sus maneras, en su vestir. Pero sobre todo en su trato, siempre afable, jovial y receptivo, en especial hacia quienes no pensaban parecido a él. 

Como había sido elegido para guiar a su pueblo hacia un cambio político que hiciera de su país un lugar más justo, Doctor Petro tendía puentes con todos los sectores políticos para conseguirlo. Sabía que en el consenso estaba la fuerza. Por eso mismo conformó un gabinete en que brillaban nombres de peso académico y larga trayectoria, casi todos prestantes estadistas liberales de posiciones moderadas, como sir José Antonio Ocampo, la condesa Cecil López o el profesor Alexis Gaviria, entre otros.

A todos ellos citó alguna vez a su despacho para ofrecer instrucciones:

—Les presento estas reformas, mis amigos: estoy abierto a sus sanas observaciones para incluirlas: ¡que todas ellas sean bella excusa de discusión y tolerancia sin instigar el odio de clases! ¡Que el consenso nos vuelva inmensos! —díjoles mientras todos celebraban su equilibrio y maravilla.

Gobernaba con mano sabia. Convocaba al maese Barreras, jefe del Parlamento, para expresar respeto absoluto por la autonomía de su trabajo. Y viajaba por el mundo como un mandatario modelo.

Una noche en que por el cambio horario no conciliaba el sueño, buscó en el gabinete del baño alguna cura para el insomnio. 

En su interior halló un extraño frasco con gotero olvidado hacía años por su antecesor, el malvado exmandatario Álvaro Uribe Vélez.

—¡Por la espada de Bolívar! ¿A qué puede saber este extraño jarabe? —preguntose mientras observaba la etiqueta de su contenido: “Populex: contiene dosis concentradas de populismo: utilícese únicamente en caso de desespero”. 

Doctor Petro era hombre sabio y equilibrado pero a la vez humano y  no era inmune a la curiosidad. Cargó entonces el gotero y llevóselo a la boca y sintió resbalar por la garganta un grumo de populismo viscoso que deglutió sin sobresaltos.

Pero hete aquí que, unas horas después de haberlo ingerido, Doctor Petro padeció un abrupto cambio físico: súbitamente despeinósele el cabello, brotáronsele los globos oculares y una invasión de rabia inundó su psique.

Embebido por tan extraña y novedosa condición, convertido en un hombre que se llamó a sí mismo Míster Gus, el irracional pidió entonces llamada por el teléfono Falcon.

—Comuníqueme con la ministra de Minas —ordenó.

Y encerrose con ella para darle órdenes febriles y extremas, mientras la mujer extraía de sus posturas cualquier atisbo de serenidad. Acto seguido tomó su teléfono celular para trinar sin descanso frases airadas y delirantes, como decir que había autopistas para ricos y que él construiría autopistas para pobres, mientras una joroba monstruosa le brotaba de la giba, la ropa tornábase harapienta y los ojos se le inyectaban —o inyectábansele, si se prefiere— de sangre.

Despidió a su ministro Alexis Gaviria. Botó el reloj. Y empezose a enfrascar en largas peleas por Twitter con presidentes de otros países. 

Preocupada por lo que sucedía ante su mirada, su secretaria privada, Laurita Sarabia, trájole al exdirector de la Policía para procurar su exorcismo:

—Vade Petro —gritole el exdirector, crucifijo en mano—: afuera, espíritu inmundo.

Pero este no solo no sucumbía ante el crucifijo, sino que mostrábase más exasperado: faltaba sin excusas a sus compromisos de agenda; reclamaba al campesinado —lo decía así— salir a las calles; volcábase al balcón para hablar al pueblo con vibrato y presionar a las otras ramas del poder:

—Los cambios no se hacen con políticos encerrados en los salones dorados de Palacio —clamaba—. ¡Construiremos el cambio con el fervor popular así nos toque edificarlo sobre las placas tectónicas de los dueños del gran capital, causantes del calentamiento global, del COVID y del empate de la selección contra un discreto seleccionado de Corea hace dos meses!

Comparaba a quienes invitaban a marchar contra sus reformas con ovejas que marchaban en favor de los lobos. Hablaba de “relato periodístico” para atacar a la prensa. Y no paraba de joder.

Sin embargo, cuando el efecto de la pócima abandonaba su cuerpo, Míster Gus convertíase en el Doctor Petro nuevamente y parecía lucir tan compuesto como su traje azul rey de mandatario: dialogante y concertador con los presidentes de los partidos para que sus reformas avanzaran de buena y bonita gana, amplio para recibir y tramitar discrepancias, solícito para exigir resultados con el ejemplo.

Dos seres opuestos parecíanse disputar las vértebras del señor presidente y por momentos el malévolo Míster Gus dominábalo. 

Una noche de tormenta en que los relámpagos encendían las ventanas de Palacio, Doctor Petro tomó de nuevo el brebaje y sorbió más líquido que de costumbre, como si se encontrase en Girardot, en plena campaña.

Resbaló la espesa miel por la garganta y Doctor Petro apuró el frasco entero de forma ansiosa.  Su rara metamorfosis sucedió de nuevo pero esta vez con más violencia y, monstruoso como nunca, puso trinos alusivos al control de precios, pidió la renuncia de todo su gabinete y echó del puesto a los más sabios y destacados ministros (y también a la ministra Corcho); y observando en el espejo su propio reflejo, y de forma airada y decidida, se pidió a sí mismo la renuncia, se la negó con ahínco, y ante ello se destituyó de forma fulminante por siempre y para siempre. 
 

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