Los Danieles. Cosas horribles de Twitter

Daniel Samper Ospina

Daniel Samper Ospina

Tomé la decisión de exiliarme de Twitter cuando recibí el quinto mensaje en que me llamaban payaso.

—No lo soporto más —lloré frente a mi esposa—: mira lo que me acaban de escribir: “Usted cállese que es un payaso patético al que ya nadie voltea a mirar”.

Pero ella no me volteó a mirar: siguió observando Succession, la serie sobre una dinastía periodística cuyos derechos compró Caracol Televisión para producir la versión criolla, que, por razones presupuestales, contará con actores reales. En este momento están en negociaciones con la familia Gilinski. Y con Felipe López. Y con los Santos Calderón. En el primer caso Vicky Dávila haría de Gerri. En el segundo, Felipe López sería Logan Roy. En el tercero, Enrique haría las veces de Shiv y utilizaría la refundida peluca roja que fuera de Fanny Mickey.

 
No sabía qué me dolía más: si el hecho llano de que, desde múltiples cuentas, todas de manera simultánea, me calificaran como payaso, o la aseveración de que, además de serlo, ya no hago reír: ¡malditos tuiteros —pensé—, malditos bodegueros! ¡No me han visto en la cama! Y recordé las palabras de consuelo que me regaló David Larible, el célebre comediante italiano que alguna vez visitó Colombia por los días en que no eran algunos violentos fanáticos del petrismo, sino de la derecha, encabezados por Álvaro Uribe en persona, quienes me acusaban de payaso: 


—No te preocupes —me dijo aquella vez—: entre nosotros, los payasos, cuando queremos ofendernos nos llamamos “político”.

Me aferré al consejo para sentirme mejor. Vacié mi agresividad llamando político a todo cómico que me insultaba: a Vargas Vil le escribí: “So gran político, mírese primero a usted mismo”. De un tal señor Jairo, que se presentaba como “comediante petrista”, me defendí con un: “¡usted cállese, hijuesenador, gran diputado!”. A la misma Irene Vélez, incluso, alcancé a llamarla ministra.

Pero cada mensaje traía una inevitable cascada de réplicas soeces y amenazantes que crecían en espiral: “Solo vive de su apellido, bufón sin gracia, aprenda de su papá”, me decían: como si mi papá fuera un bufón con gracia. Ya no saben respetar. 

No pude soportarlo. Al cabo de unos minutos se me salió ese viejo digital que los de mi generación llevamos dentro y suspiré por aquellos años en que Twitter era otra cosa: un alegre paraíso en que uno recomendaba cuentas los viernes con la doble letra efe y sabía a quién seguía (y a quién bloqueaba). Me dije entonces que no tenía sentido navegar entre los biliosos grumos de bodegas y fanáticos militantes para llenarse de ira o frustración: como hincha de Santa Fe ya tengo suficiente de las dos.  

Y, abatido por tanta ignominia, recogí mis corotos de la red social más política y polémica del planeta; empaqué mis mejores trinos, unas pocas selfies de poco peso, los numerales que mejor pude acomodar en una pequeña carpeta de Word y, con ellos al hombro, como un verdadero exiliado, como un migrante, busqué mejores horizontes en otra red social. 

Atravesé Tik Tok con la expectativa de instalarme en sus dinámicas, pero me encontré con videos del pasado que mostraban a Zuluaguita moviendo la cadera mientras bajaba unas escaleras; del ingeniero Hernández exhibiendo un dije de oro en el pecho desnudo; ¡de Álex Char afirmando que sábado sin sopa no es sábado! Y me sentí decepcionado. Las tendencias nuevas, además, contenían insoportables crónicas breves narradas por la voz idéntica de un mexicano —“hoy fuimos a visitar este nuevo restaurante en Bogotá”— o videos de personas que se espichaban barros y espinillas en un primer plano, con regocijo, como si, más que una terapia facial, uno estuviera observando la manera en que el Gobierno negocia los articulados de sus reformas. 

Una vieja conocida me había hablado de Instagram como el edén de las buenas maneras y las imágenes estéticas: un paraíso de playas y recetas de quinua en que cualquier persona podría acomodarse para ser feliz.

No lo pensé dos veces y aterricé en aquella tribuna de parsimonia y lujos mientras ocultaba con cremas de bronceo mis viejas heridas de trinos insultantes. 

¡Cuántas mujeres de cuerpo perfecto que declaraban, como grito de valentía, estar dispuestas a aceptarse y a quererse como son! ¡Cuántas modelos hermosas, de tersa piel de foca, capaces de retratarse en las islas Fiyi y de invitar a sanar al mismo tiempo!

Procuré adaptarme a las carreras literalmente, porque corrí una maratón para posar en el trayecto. Y estuve tentado a revertir mi vasectomía para organizar una fiesta de explosiones de humo rosado o azul para que mi esposa y yo descubriéramos el sexo de nuestro cigoto.

Vivía feliz entre emotivas madres primerizas que redactaban textos de bienvenida a su bebé utilizando el verbo honrar: “te honro, Mati”; parejas ideales que acreditaban en emotivos videos sus vacaciones; actrices que celebraban su explantación con una foto en la playa. 

Y respiré tranquilo. La presencia de Petro era amable y tangencial: si acaso una foto en blanco y negro con su señora madre bajo el numeral #FelizDíadelaMadre. Pero nadie lanzaba opiniones ni de él ni contra él; ni el propio presidente opinaba a toda hora, sin filtro ni ortografía, sobre Perú, Palestina o la conducta de la prensa. Todo lo contrario: en ese mar tranquilo de fotografías con filtro nadie se despiporraba y hasta los políticos de la oposición parecían normales: gentecita feliz que posaba en el festival vallenato entre sonrisas o con su propia familia durante un almuerzo, prácticamente como seres humanos.

Pero digo la verdad. Al quinto día no me cabía un nuevo mensaje de amor por los gatos. Y rebosó la copa la cuenta de una modelo motivadora que invitaba a vivir el presente con frases cuya enumeración podía convertirse en un regaño de mi esposa: “haz ese viaje, regala ese abrazo, cómete ese helado”… “Métete esa camisa, apaga esa luz. Paga la tarjeta”.

Y fundido ante la dulzura de aquella red social limpia de conflictos, regresé como un adicto a Twitter: acá estoy y acá me quedo, me dije, de acá nadie me saca. Y me dispuse a inhalar trinos en que Petro replicaba noticias incluso ciertas, y compartí columnas de opinión de voces tan admirables como la de Enrique Santos Calderón: Shiv en la próxima serie de Caracol si conseguimos que aparezca la peluca de Fanny Mickey.
 

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