Daniel Samper Pizano
Muchos de los 14.500 visitantes de casi 200 países que asisten en Cali a la reunión mundial sobre diversidad ambiental (COP16) saben que Colombia produce el mejor café suave del mundo y que Gabriel García Márquez es nuestro máximo escritor. Pero seguramente son más los que identifican a nuestro país como patria de la Victoria Regia o victoria amazónica.
Esta planta colosal, este portento lacustre no es solo colombiano sino amazónico, y constituye el mejor canciller que podría representarnos en la congregación ecuménica.
Conocida igualmente como golfán, escudete, ninfa y zapalota, pertenece la familia de los nenúfares (Nymphaea). Es la mata de hojas circulares más grandes del mundo —existe un ejemplar boliviano que mide 3,2 metros de diámetro—, y una las más fuertes, capaz de soportar objetos de 40 kilos. Es también una de las más antiguas: sus tatarabuelas ya exhibían voluptuosas flores hace 65 millones de años. Por sus características insólitas tiene fama de caprichosa: un cucarrón se encarga de esparcir el polen, sus tallos forman marañas subacuáticas y sus flores solo se dejan ver entre las seis de la tarde y las nueve de la mañana. Por si fuera poco, es femenina un día y masculina el siguiente.
Nenúfar amazónico
En el globo están clasificadas cerca de 80 especies de nenúfares, pero las más espectaculares son las 20 que flotan en Surmérica y, sobre todo, las que se han contagiado de la majestad y la desmesura de la selva amazónica. La Nymphaea colombiana es una de ellas. El científico español Carlos Magdalena, autor del fascinante libro El mesías de las plantas, la describe como “una verdadera maravilla botánica”.
Parte de esa maravilla es que en noviembre de 2021 el Jardín Botánico de Bogotá logró que una de ellas floreciera muy lejos de la manigua, en un rincón de la metrópoli. Gracias a los esfuerzos de esta entidad septuagenaria y del Instituto Amazónico de Investigaciones Científicas (SINCHI), cercano al ministerio de Medio Ambiente, quien quiera conocer la espectacular planta ya no necesita ir a Leticia. Le basta con que Transmilenio lo arrime a la avenida José Celestino Mutis No. 68-95.
Pues bien: por subyugadora que sea esta criatura de lagos selváticos y edenes privilegiados, ella, como el 20 por ciento de las 380.000 especies vegetales del orbe, se encuentra amenazada de extinción. Miles ya desaparecieron. De otras solo quedan las que se criaron en jardines botánicos, más que todo el de Kew, en Londres, sede de trabajo de Carlos Magdalena. En compensación, la ciencia clasifica cada año unas dos mil nuevas especies.
Es evidente que una manotada de hojas y flores resulta menos atractiva que un tigre o un ornitorrinco, dos víctimas más de la amenaza de extinción. Pero —sigo citando al profesor español— “las plantas son la base de todo, directa o indirectamente… Nos proporcionan el aire que respiramos; nos visten, nos curan y nos protegen. Sin ellas no podríamos sobrevivir”. De hecho, cerca de 31.000 especies resultan fundamentales para los humanos, los animales y la vida en general: 17.810 permiten fabricar medicinas; 11.365 se utilizan como materiales; 5.538 proporcionan comida; 3.649 son alimento de animales de cría; y 1.621 producen combustibles. A ellas hay que sumar las flores y plantas que sirven de inspiración poética, desafío de pintores —Claude Monet murió pintando nenúfares—, recurso estético o tema literario. A fin de destacar su importancia, el Banco de la República pasea una exposición sobre “La flora de Macondo” y el novelista Alonso Sánchez Baute dicta una conferencia al respecto.
Según la ministra de Ambiente, Susana Muhamad, la COP16, organizada cuidadosamente por el Gobierno y promovida con la trascendencia que merece, “es la cumbre de biodiversidad más importante del mundo”. La conferencia deberá desarrollar en estos días los acuerdos de Kunming Montreal en 2022 y definir acciones para cumplir en 2030 las veintitrés metas de los gobiernos firmantes. Entre los propósitos figuran conservar un tercio de la superficie terrestre, restaurar otro tanto de lo herido o destruido, frenar la extinción de especies, reducir la contaminación, fomentar el consumo sostenible y recoger 200.000 millones de dólares al año para financiar programas ambientales.
Las metas parecen lejanas. Y lo más graves es que, en general, los gobernantes hacen ruido pero revelan poca convicción sobre la defensa de la naturaleza. Así lo demuestran el dispendio en armamentos, la elección de enemigos de la conservación, el afán de lograr beneficios inmediatos, el abuso del carbón y sus derivados, y la tímida aplicación de las leyes defensoras del medio. Sobre estos males y su oscuro pronóstico, el presidente Petro dejó contundentes señalamientos en su discurso de esta semana ante la ONU. Aconsejo verlo.
Pese a ser socia de la Amazonia, Colombia conspira contra sus recursos: avanzan la ganadería y la deforestación (si bien esta disminuyó levemente el año pasado) y grupos criminales siembran coca y trazan carreteras en el seno de parques como el de Chiribiquete. La COP16 debe ser punto de inflexión en la relación de los colombianos con nuestro humillado, golpeado y sin embargo espléndido mundo botánico, que fascinó a Humboldt, Bonpland Mutis y Caldas.
Espero que el entusiasmo que despierta este encuentro se traduzca en un ejercicio más constante y decidido en bien del planeta. De lo contrario, aquel espléndido nenúfar, que por derecho propio es una de las plantas nacionales, será solo pieza de museo o desaparecerá de la faz de la Tierra, tal como ha sucedido en los últimos dos siglos con cerca de 600 especies.
ESQUIRLA. El gobierno de Israel justifica la muerte de centenares de libaneses inocentes —entre ellos más de 50 niños— y el desplazamiento de 65.000 personas aduciendo que su ataque dio de baja a un buen número de terroristas y de su jefe. Es una aritmética falsa y criminal y una degradación miserable de la vida humana.
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