Flor Marlén Lagos: la mujer que en silencio le cambia la cara a Colombia

Marlen Lagos, la humilde operaria que no recibe elogios por el duro trabajo de mejorar la imagen de las calles colombianas.

Por Guillermo Romero Salamanca

La mujer que más quiere a Colombia se levanta a las 3 de la mañana, prepara el desayuno para su familia, ordena su casa y luego monta en su bicicleta. No le importa el frío de la mañana, ni mucho menos la lluvia ácida, acelera su pedaleo y llega a su puesto de trabajo, viste su uniforme, calza sus pesadas botas, se pone su mascarilla, sus guantes, su gorro y emprende su jornada laboral. Ella se llama Flor Marlen Lagos.

Es quizá la mujer más tímida a la hora de entrevistas, pero es que ella habla con las manos, expresa sus sentimientos con unos ojos negros, brillantes, castigados por el sol de Duitama, la capital industrial de Boyacá.

Ni Petro, desde el Palacio de Nariño, ni Carlos Amaya, desde su mullido asiento en la gobernación, ni José Luis Bohórquez, el alcalde de la ciudad, ni los 132 mil habitantes de Duitama que cada día llenan de basura las calles, las avenidas, los parques, los ríos saben quién es doña Flor Marlen. A pocos les interesa.

No obstante, gracias a esa perseverante tarea, metro a metro, calle a calle, le han cambiado totalmente la visión de Duitama. Se ven las calles limpias, los barrios despejados, los talleres en orden, las quebradas más limpias y los parques más despejados de maleza.

En el anonimato se mantienen los nombres y las labores de quienes limpian el mugre y los vicios ajenos

Desde hace 15 años, desde muy temprano, comienza su tarea de recoger la mugre que dejan los mal llamados “ciudadanos”. Son papeles aquí y allá, bolsas, palos, pedazos de cualquier viejo mueble, pero sobre todo, miles y miles de colillas de cigarrillos de los llamados seres humanos llevados por el vicio y próximos a contraer temidos cánceres.

Doña Marlén quisiera que el mundo fuera distinto. A veces en su empresa la llevan a limpiar quebradas por donde deberían de transitar peces y otras especies de animales, pero en cambio recoge plásticos, trapos, palos, varillas e infinidad de implementos arrojados con rabia por los llamados seres humanos.

Son bolsas y bolsas de basura. Toneladas por así decirlo.

En otras oportunidades acude con sus compañeros a limpiar las vías. Los dueños de carreteras –conductores indolentes—les pasan a centímetros que les pegan gritos de “quítense de ahí” porque suponen que un carro los convierte en dueños del universo.

Otras veces van por las calles, sin importar si hace frío o calor. Muy pocos vecinos se les acercan con un tinto o un vaso de agua. “Es que para eso se les paga”, les dicen.

Una calle, un anden o un jardín son los lugares de trabajo de Flor Marlen

¡Vaya oficio de operario de barrido como llaman en la empresa! Tan sólo desde hace unos 400 años comenzaron en Europa a emplear las escobas para limpiar las casas de los deshechos y de las hojas de otoño.

En el Renacimiento las amas de casa armaban con un atado de ramas pegadas a un palo las primeras escobas. En otras partes les metían hierbas aromáticas para dar un mejor olor y claro no faltó quien dijera que se empleaban para espantar los malos espíritus.

Mira sus manos fuertes, acostumbradas al trabajo recio. Sin miedo. Sin queja.

La tarea que adelanta doña Flor Marlen es ejemplarizante y representa también la dignificación del trabajo. “Yo me siento orgullosa de mi labor, gracias a ella, he podido levantar mi casita, darle educación a mis seis hijos, dos de ellas con estudios técnicos en Manejo de Alimentos y Enfermería”, dice tímidamente pero muy convencida.

Para doña Marlen todos los días son iguales. No importa si es el día de su cumpleaños, el de su esposo o de sus seis hijos, el aniversario de bodas, el Día de la Madre, Navidad, Semana Santa porque siempre habrá gente desconsiderada que arroja basura a la calle, fumadores empedernidos, borrachos irresponsables que arrojan las botellas de sus borracheras a la calle, sin importar que alguien se haga daño, mascadores de chicle que escupen en cualquier lugar sus porquerías o los fumadores de chicotes desconsiderados.

Sin embargo ella no protesta, simplemente barre. Lo hace acá y allá. Limpia las impurezas de su amada Duitama, llora con la polución de los vehículos, aguanta sed por el calor del medio día, frío en esas gélidas mañanas y escalofrío en la tarde. Ella simboliza a millones de mujeres que adelantan también esa noble tarea de limpiar la cara de Colombia.

A veces, cuando pasa frente a una iglesia o un cementerio envía una oración por la paz de Colombia. Porque ella ofrece su trabajo a Dios por dejarle compartir su labor creadora.

Cuando cruza con su cepillo frente a un colegio pide por el trabajo de todos esos jóvenes, futuro del país, pero cuando llega a su casa es la mujer más feliz del mundo, porque tiene la riqueza de la sonrisa de su nieta.

Ella, al igual que millones de mujeres que adelantan su oficio, sabe que con su jornada son las únicas que les cambian la cara a Colombia ante el mundo.

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