Por Rory Smith
Rory Smith ha estado mirando fútbol por 40 años y reportando sobre él por 20, ocho de ellos en The New York Times.
Hace unas semanas, hubo un problema con el equipo de fútbol que ocupa una cantidad poco saludable de mis pensamientos. Bueno, estrictamente hablando, hubo varios problemas. Uno fue que todos los jugadores, incluido mi hijo, eran menores de 7 años, lo que resulta ser una limitación táctica. Otro fue que me convencieron de ser uno de los entrenadores.
No obstante, lo más urgente era que seguíamos dejando que nos anotaran goles. Goles evitables. Goles tontos. Goles prácticamente regalados al rival, acompañados de una tarjeta muy emotiva.
A nivel técnico, cuando los niños empiezan a jugar fútbol formal en Inglaterra —a los 6 años—, los partidos no son competitivos. No hay tablas de clasificación. Ni siquiera se registran los resultados. Sin embargo, eso no es lo mismo a que nadie sepa cuáles son los resultados. Y era evidente, para cualquiera que supiera contar, que nuestros resultados no eran buenos.
Fue entonces cuando urdí un plan para limitar los daños. Me pareció un plan bastante bueno. Habíamos pasado dos años animando a los niños a jugar al fútbol como se debe jugar. Hacían pases desde atrás. Daban un toque. Confiaban en su técnica para evitar el peligro. Se expresaban.
Pero había quedado muy claro, muy rápidamente, que este enfoque no había sobrevivido al contacto con la realidad. Encajábamos goles a montones porque seguíamos creando problemas para nosotros mismos: regateábamos en nuestra propia área, pasábamos la pelota sin rumbo en medio de un campo congestionado, girando no hacia el espacio libre, sino hacia los problemas. Seguíamos perdiendo partidos. Y aunque se suponía que ganar o perder no importaba, nos preocupaba que, tarde o temprano, los niños empezaran a perder el entusiasmo.
Pensé que lo que necesitábamos era una pizca de la antigua sabiduría que me habían transmitido a mí, cuando daba mis primeros pasos en el fútbol. Geoff —mi primer y único entrenador juvenil, cuyo hijo cobraba todos los tiros libres y tiros de esquina— nos había dado dos instrucciones, y solo dos: juega hacia el frente y, en caso de duda, patéala fuera.
Así que llamé a mi hijo para que se acercara y le sugerí, con delicadeza, que no había ningún problema —si se sentía presionado, si el rival le acosaba, si no había otra opción— en lanzar el balón a un lugar seguro. Patéalo a un lugar vacío, hacia el campo contrario, si se puede. Si eso no es posible, patéalo afuera y que haya un saque de banda.
Esta orientación fue, en realidad, una especie de sacrificio para él. Creo que mi hijo es un jugador decente. Rápido, alto, trabajador, sorprendentemente fuerte para alguien a quien veo, con bastante frecuencia, ser inmovilizado en el suelo por su hermana de 2 años e informado de que ahora es su “bebé”. Pero también es más fácil de instruir que sus compañeros, que no dependen de mí para la comida y el cobijo, por lo que le correspondió a él actuar como nuestro solucionador de problemas.
Esa era la teoría. Esta fue la práctica: durante un periodo de tres semanas, inmediatamente después de aquella pequeña intervención parental, no hubo un balón existente que mi hijo no pateara de forma eficaz, deliberada y en ocasiones bastante ingeniosa, fuera de la cancha.
A menudo, eso implicaba perseguir a un rival, ganar el balón y de inmediato lanzarlo fuera del campo. Y a veces significaba tomar posesión, con tiempo y espacio, controlar con habilidad el balón, mirar a sus compañeros y luego patearlo con frialdad hacia afuera, como aquella vez que Renato Sanches le dio un pase a una valla publicitaria.
Supongo que el problema es que un poco de conocimiento es algo peligroso. Hay algunos periodistas especializados en fútbol que se han tomado el tiempo y se han esforzado por obtener certificaciones reales de entrenador. Yo no soy uno de ellos. Hasta que tuve hijos, entrenar no era algo que yo anhelara.
No obstante, he pasado unos 20 años hablando con esas personas cuyo trabajo consiste en formar a jóvenes futbolistas, los que llegan a engalanar los campos más famosos del mundo, los que toman un juego y lo convierten en arte. Por desgracia, cuando me pidieron que ayudara al grupo etario de mi hijo —bajo los auspicios de un entrenador realmente cualificado, por suerte—, lo hice con ideas.
Creo que, en general, eran ideas bastante saludables. Por ejemplo, sabía que una proporción tan diminuta de jugadores llega a ser profesional que no tiene ningún sentido presionar a tus pupilos.
No están ahí para ganar. No están ahí para cumplir tus sueños. Están ahí para sentir la alegría de jugar, para amar el juego, para aprender todo lo que este puede enseñar sobre el trabajo en equipo, el esfuerzo y el ejercicio. En Noruega, un país que produce bastantes jugadores de fútbol, no hay competencia real sino hasta que hasta que los niños llegan a la adolescencia.
Sabía que el lenguaje y el comportamiento abusivos, incluso la violencia, son un problema creciente en el fútbol juvenil, que los árbitros y entrenadores y todos los demás voluntarios que prestan un servicio a los niños cada fin de semana lo hacen en una atmósfera cada vez más tóxica, llena de furia y amenazas.
Sabía que el fútbol inglés en particular se había visto frenado, durante años, por el énfasis en lo físico, lo industrial y lo cínico, por la tiranía de sacar el balón fuera de peligro en caso de duda. Sabía que las academias de élite ahora valoran la técnica por encima de todo, que enseñan a los niños a venerar el balón, a no entregarlo a la primera oportunidad.
Y sabía, un poco de manera contraintuitiva, que nada menos que una autoridad como Pablo Aimar —uno de los últimos verdaderos artistas del fútbol— opina que el énfasis en el pase a cualquier costo debilita el desarrollo técnico de los jóvenes jugadores. Si no se anima a los niños a regatear, cree Aimar, entonces la emoción de ver a un jugador hacer eslalon entre contrarios estará prácticamente perdida.
Por supuesto que el problema es que no hay nada tan peligroso como un poco de conocimiento. En mis más o menos tres meses como entrenador sub-7, he aprendido muchas cosas. He aprendido que algunas personas se toman el fútbol juvenil muy en serio: uno de nuestros rivales había instalado un iPhone para filmar el partido, supongo que para que los entrenadores pudieran revisar el video después.
También he aprendido que, a veces, los niños pueden ser demasiado obedientes. Se toman las cosas en serio y al pie de la letra. Por ejemplo, si les dices que saquen la pelota para que haya un saque de banda, eso es lo que harán. Siempre. (Esto no funciona en un entorno doméstico, con la limpieza, por ejemplo. Lo he intentado).
Sin embargo, sobre todo, he aprendido cosas sobre mí mismo. Nunca se me habría ocurrido describirme como una persona competitiva, la verdad. Claro que, si estoy jugando, por lo general prefiero ganar a perder, pero el resultado no me carcome la conciencia.
No obstante, algo sucede cuando ves jugar a tu hijo —al saber que su felicidad depende, en cierta medida, del resultado; al saber que solo quieres que experimente placer y nunca dolor; al saber que no tienes forma de controlar lo que ocurra— que agudiza los sentidos.
Quizá sea lógico. Quizá sea algo que la gente siempre ha sabido, que es en el deporte donde los padres vislumbran por primera vez lo que está por venir: un hijo o una hija, ahí fuera en el mundo, ya sin su protección, dependiendo solo de sí mismos y de sus amigos para superar los retos que se interponen implacablemente en su camino.
Pero sigue siendo chocante saber una cosa y sentir otra, decirse a uno mismo que el resultado no importa, que lo que cuenta es participar, que lo que aprendan hoy les servirá mañana, y sin embargo desear más que nada que no saboreen la decepción, que se inquieten ante la perspectiva de la tristeza y la consternación.
Siempre me habían parecido preocupantes los informes de abusos verbales a árbitros en el fútbol juvenil, por supuesto, pero también en cierto modo risibles: la idea de exaltarse tanto por un grupo de niños que persiguen un balón me parecía esencialmente absurda.
Sin embargo, ahora sé que al menos una vez he tenido que contenerme para no hacer una crítica instantánea y desfavorable de la actuación de un árbitro. Y fue después de arbitrar mi primer partido, y de salir del campo con una crítica bastante mordaz tanto de mi hijo como de su abuelo. (Yo sabía que había sido falta, pero pensé que mi hijo estaba siendo dramático. Fue un momento de aprendizaje).
Sin embargo, sobre todo, ahora sé lo mucho que puede significar estar al lado de tu hijo cuando empieza a hacer lo que te encanta, lo que has amado durante tanto tiempo, y ver que empieza a darle la alegría que te ha dado a ti.
Ganamos nuestro primer partido la semana pasada. Mi hijo anotó dos goles. No creo que haya intentado sacar alguno para que fuera saque de banda. (A partir de ahí, los ha descrito como “goles a la Luis Díaz ”). Cuando sonó el silbatazo final, él y sus compañeros se arrancaron las camisetas en el aire frío de noviembre y se alejaron en señal de celebración, radiantes por lo que habían conseguido. He amado el fútbol desde hace mucho tiempo. Pero nunca me había hecho tan feliz como en ese momento.
Rory Smith es corresponsal deportivo mundial, afincado en el norte de Inglaterra. También escribe el boletín On Soccer With Rory Smith.