En busca de la cotidianidad perdida

Groucho modela la cotidianidad con el sombrero puesto

Por Oscar Domínguez Giraldo

Sí, el año no se ha acabado pero decidí reunirme conmigo mismo, hice  mayoría y de  nuevo declaré la cotidianidad como mi personaje del año por primera vez en tiempos de coronavirus, ese “ladrón de esquina” que nos patasarribió la existencia. 

Al llegar a Estocolmo, después de afrontar mil zozobras, una refugiada siria sintetizó  así la importancia de lo cotidiano: Todo lo que quería era volver a abrir y a cerrar una puerta. 

Es un goce pagano disfrutar la condición del mortal que despierta a la vida,  se toma un café instantáneo de celador, o uno más sofisticado, se baña, se enoja o se alegra, lee o relee un poema que le habría gustado escribir, busca un horóscopo que lo favorezca, habla pestes del gobierno. O bondades. 

Son placeres de los dioses ver pasar una nube, prender o apagar la luz, pararse en una esquina, parecerse o jugar con la mascota, chatear con la almohada, guaquear en los vericuetos de Internet, perderse en el anárquico centro de cualquier ciudad. 

Deleites adicionales son esperar ese correo electrónico o wasap que nos cambiará la vida, o no, ver pasar el tren, oír cantar el gallo así no sepamos dónde, creer o no creer en el que reparte dones, engullirse algo que vaya contra la dieta ordenada por el médico, mirar cómo “las golondrinas trazan letras misteriosas como escribiendo un adiós”. 

No está mal disfrutar del colibrí que reúne – gratis- toda la magia del Circo del Sol. O escuchar la sinfonía del cucarachero con el que redistribuimos el ingreso, y a cambio nos hace abuelos. 

El padre Astete aporta a la cotidianidad su menú de pecadillos monótonos para cometer: soberbia, avaricia, lujuria, ira, gula, envidia (el pecado más inútil del repertorio), y pereza (con razón el gato es su logotipo).  

Claro que llega un momento en  nuestra cotidianidad en el que los pecados –incluido el sí fornicar- se retiran de nosotros, en ningún caso nosotros de ellos. Son las implacables reglas del juego. 

Hasta pasar la página de una novela tiene su encanto. Sobre todo si al doblar la página sabremos quién fue el traidor. O el infiel. 

En acción de gracias por los servicios prestados, deberíamos invitar a un asado a la cama, la mesa de comedor, la biblioteca, la mesita de noche que conoce nuestras debilidades,  la lagartija que nos sorprende con su ingenua melodía. 

El espejo espera un besito en reciprocidad por recordarnos que somos fugaces y prescindibles como las crispetas. También es válido recitar ante él en voz alta este pensamiento leído por ahí: “Tenemos que emerger de la pandemia menos arrogantes”. Y claro, darle las gracias a su autor, Venki Ramakrishnan.  

La llave que obra la magia de permitirnos entrar y salir de nuestro apartamento merece un bolero bien apretado. ¿Y qué tal la ventana que “siempre está mirando hacia afuera”, como decía una niña? 

No me desvelan las leyes de la inercia, la relatividad o la gravedad, pero celebro el glorioso descubrimiento del clip y agradezco el invento del pararrayos que quién sabe de cuántas muertes seguras me ha salvado.  

Celebro la reproducción de una partida de ajedrez donde se puede encontrar tanta belleza como en una rosa o en un soneto de Quevedo. Me sacude  la apetitosa vecina del cuarto piso que con su estudiado desdén me notifica que de esa agua no beberé. 

En el campo, un cocuyo, central hidroeléctrica en miniatura, nos hace grato el tiempo que dura su esplendor. El cocuyo es una metáfora de nuestra propia vida, menos de la diezmillonésima parte de suspiro, comparado con la eternidad. 

Coronavirus, “ladrón de esquina”, estás en mora de devolvernos la cotidianidad, la rutina, lo simple. No te quitamos más tiempo. Andate aunque te vaya bien. (Estas líneas pasaron por el quirófano) 

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