Andrés Hoyos
Por razones largas de explicar, no tengo título universitario, aunque era hasta buen estudiante. OK, pero podría tenerlo, ¿no? Pues bien, si en una de esas me hubieran nombrado en algún cargo oficial, algo que no ha pasado, yo de seguro NO hubiera dicho que tenía ese título e incluso no hubiera dado largas explicaciones. Simplemente hubiera escrito en mi CV: “pregrado de universidad incompleto”. ¿Que algo así tal vez me hubiera hecho perder una oportunidad? Ni modos, la verdad es un viejo vicio que tengo, así alguna mentira intrascendente haya dicho alguna vez.
Un repaso de escándalos recientes –o no tan recientes– ratifican que el grado universitario es una de las cosas que más se proclaman falsamente, para no hablar de las maestrías y los doctorados. La peste de la pretensión es muy difícil de explicar. Acaso haber tenido algún accidente en la vida, algún desliz que le impidió a uno terminar el pregrado, ¿lo convierte en un monstruo o en un inútil? Para nada. Las cosas más trascendentales en la vida no exigen grados de ningún tipo.
Podría llenar esto de ejemplos, si bien mi interés no es personalizar el tema, sino lograr generalizaciones interesantes. ¿Qué esperan los mentirosos? ¿Que las instituciones les cubran la espalda? Algo así traicionaría su esencia. Lo otro, claro, es que la suma de los efectos de una mentira que puede ser verificada con facilidad es contraproducente de manera clara para quien la dice o la defiende. Según eso, hay una micropulsión suicida en los mentirosos, al menos de los que aspiran a cargos públicos.
Hay, por supuesto, mentiras explicables. Alguien comete un delito o una falta grave y la gente pronto le pregunta si el acto fue suyo. Es muy probable que, al menos al comienzo, el culpable lo niegue todo por temor a las consecuencias. Para eso, por lo demás, están las instituciones de la justicia, para demostrar que algo pasó, así el responsable no lo reconozca. También hay mentiras “útiles”, como negar algún contacto o reunión comprometedora con una persona de prontuario conocido. A diario se revelan fotos o videos que descarrilan de manera definitiva la carrera de cualquiera.
Me dirán con razón que en esto no hay nada nuevo bajo el sol, aunque vaya que es notable la proliferación reciente de los mentirosos compulsivos, de los mitómanos. El efecto ha sido extraño. Ahora parece que gran parte de la gente no da importancia a la verdad, sobre todo no a la que no deben decir ciertas figuras públicas. ¿Cómo se explica la aberración, digamos, de Trump, a quien en los últimos años lo han pillado en decenas de miles de mentiras? Pues bien, explíquese como se explique, ahora los caminos para lograr el apoyo de las personas, por lo menos de grupos grandes, no pasan por decirles la verdad, sino lo que quieren oír. El tema es peliagudo, entre otras, para la inteligencia artificial que por principio no puede legítimamente programarse para traficar en mentiras o en inventos exóticos.
Yo no creo que el reino de las mentiras dure para siempre. Alguna vía se encontrará para restaurar la vigencia de la verdad en las decisiones de fondo de las sociedades. OK, pero mientras tanto, ¿debemos aprender a caminar por el resbaloso piso de las mentiras? Puede que no quede de otra que armarse de alguna forma de caminador virtual para evitar las caídas.
La verdad importa y tiene peso siempre y cuando haya democracia. Como muy bien lo explica Yuval Noah Harari, si se destruye sistemáticamente la confianza y se imponen las mentiras, desaparece la democracia y detrás vienen las dictaduras.
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