El ‘médico rural’ que transformó nuestra manera de ver la demencia

Francisco Lopera, neurólogo clínico y coordinador del grupo de neurociencias de la Universidad de Antioquia, Colombia, en 2019. Foto Federico Rios Escobar para The New York Times

Por Jennie Erin Smith

Jennie Erin Smith es escritora científica independiente. Su libro sobre familias colombianas con alzhéimer se publicará en abril.

En 1978, Francisco Lopera hizo lo mismo que muchos otros egresados recientes de las facultades de Medicina de Colombia y gran parte de América Latina desde tiempo atrás: se alistó a cumplir un año obligatorio de trabajo en un área remota del país, donde un médico rural sin experiencia era el único doctor disponible en varios kilómetros a la redonda. Lopera, originario de la región andina de Antioquia que antes de estudiar Medicina solo sabía de las montañas y la vida del campo, realizó su servicio en el Tapón del Darién, en la costa caribeña cerca de Panamá.

Ahí, Lopera, médico colombiano responsable de una investigación revolucionaria sobre la enfermedad de Alzhéimer que murió esta semana a los 73 años, atendió apuñalamientos, mordeduras de serpiente, nacimientos complicados, quemaduras y fiebres en un hospital que solo tenía electricidad la mitad del día. En una ocasión, lo secuestraron las guerrillas marxistas. En otra, tuvo que huir de un tiroteo.

Conocí a Lopera en 2017, al principio de una investigación para un libro sobre las familias con la enfermedad de Alzheimer que se convirtieron en la labor de su vida. Entonces, me contó la historia de dos hermanos jóvenes que murieron en su hospital, uno tras otro, de causas desconocidas. Lopera se desplazó a la casa familiar en un claro remoto de la selva, donde descubrió que los hermanos que les sobrevivían a sus pacientes tenían mordidas de murciélagos vampiro en los dedos. Envió los cuerpos a un laboratorio de patología a varias horas de distancia en bote y los patólogos confirmaron que tenían rabia. Cuando el gobierno llevó a un experto en rabia a investigar, Lopera fue con él.

Después de esa experiencia (noches largas en la selva amazónica en busca de nidos escondidos, absorto en la historia natural de la rabia y los murciélagos), la meta de Lopera era convertirse en epidemiólogo y especializarse en la rabia. Pero no sucedió. Sus intereses eran eclécticos y cambiaban con rapidez, así que unos años más tarde se convirtió en residente de neurología en Medellín.

En 1984, Lopera examinó a un campesino cuarentón que parecía sufrir demencia. Una vez más, Lopera tomó la decisión inusual de viajar a la casa familiar, en una aldea montañosa como aquella en la que había nacido. Observó que el campesino no era el único con síntomas de demencia, sino que un hermano también parecía afectado. Ahí, Lopera descubrió a la que resultaría ser la familia más grande del mundo con alzhéimer precoz. La familia compartía una mutación genética única, que más tarde se denominó mutación paisa, característica de esa región de Colombia. Lopera dedicó las siguientes cuatro décadas al estudio de los 6000 miembros de esa familia.

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Francisco Lopera, segundo a la derecha, en Yarumal, Colombia, en 2010, con Oderis Villegas, en el centro, quien mostraba signos de alzhéimer a los 50 años. Una hermana, María Elsy, a la izquierda, tenía un caso más avanzado. Foto Todd Heisler/The New York Times

Una cosa es construir una cohorte de estudio a partir de una población con una enfermedad, lanzarse en busca del gen del alzhéimer, inaugurar un banco de cerebros y realizar estudios prolongados con portadores de mutaciones para comprender la evolución de su enfermedad y probar terapias capaces de evitarla o detenerla. Otra muy distinta es hacer todo esto con poco dinero, en un país que sufre oleadas continuas de violencia política y conectada con el narcotráfico.

A finales de los años ochenta, cuando el trabajo de Lopera con las familias colombianas apenas había iniciado, su universidad sufrió un ataque organizado por paramilitares de derecha asociados con traficantes de drogas; muchas de las víctimas fueron médicos. Dos décadas después, cuando registraban participantes para un ensayo clínico trascendental de una terapia para evitar el alzhéimer, Lopera y sus colegas todavía sufrían acoso, amenazas y secuestros. Los poblados en que vivían muchos de sus pacientes se encontraban dominados por la guerrilla y ejércitos paramilitares.

A fin de cuentas, pasé siete años en Medellín observando a Lopera y a las familias con alzhéimer que estudiaba. A mi llegada, Lopera era un sesentón con un encanto que te desbarataba, gran habilidad para forjar alianzas productivas con investigadores extranjeros y, en palabras de Kenneth Kosik, investigador estadounidense de neurología y colaborador de mucho tiempo de Lopera, un trato hacia los pacientes como el de “un médico rural que todavía creía en la imposición de manos”.

Me encantaba ver a Lopera realizar sus grandes rondas en la Universidad de Antioquia, donde evaluaba a personas con alzhéimer y otras enfermedades neurodegenerativas frente a sus estudiantes y colegas. Entablaba diálogo con los pacientes con toda naturalidad y era de lo más afable y discreto; parecían un grupo de amigos en una taberna rural. Pero lo que hacía era recopilar información para diagnosticar demencia o evaluar sus avances, con una precisión que pocos podían igualar.

La gente que estudió pertenecía a familias que por lo regular eran pobres y habían sufrido mucho tiempo, con raíces rurales y que veían pocas posibilidades de recibir tratamiento o encontrar una cura. Sabían, al igual que él, que su trabajo solo beneficiaría a las generaciones posteriores, y eso en caso de tener suerte. A pesar de ello, padres, hijos y nietos perseveraron con él, participaron en un estudio tras otro, listos para los escaneos cerebrales, las muestras de sangre, las punciones lumbares y las pruebas cognitivas. A partir de 2013, cientos se registraron en un ensayo clínico de un anticuerpo experimental, llamado crenezumab, que se esperaba detuviera o evitara su enfermedad.

En 2019, las familias supieron del caso extraordinario de Aliria Piedrahita de Villegas, una mujer de Medellín que tenía la temible mutación paisa, pero había pasado de los 70 años antes de desarrollar síntomas del alzhéimer: un retraso de 30 años. Ese descubrimiento, junto con el estudio continuo de sus genes y cerebro, generó una nueva manera de pensar acerca de los tratamientos para el alzhéimer, pues esclareció mecanismos genéticos y celulares distintos de los que por mucho tiempo se había creído que estaban involucrados.

Por desgracia, se avecinaba una decepción. En el verano de 2022, Lopera se enteró de que, a pesar de las fanfarrias con que había comenzado, el ensayo clínico del crenezumab no había mostradoningún beneficio. En todo el mundo era normal que fracasaran los fármacos para el alzhéimer, pero eso no era ningún consuelo para él ni para las familias. Los participantes del estudio y sus seres queridos entraron a un auditorio de la Universidad de Antioquia, tal como habían hecho con regularidad durante el ensayo de una década, para escuchar al “doctor”.

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Rocío Villegas-Piedrahita posa con un retrato de su madre, Aliria Rosa Piedrahita de Villegas, en su casa de Medellín, en 2020. Foto Federico Rios para The New York Times

Para entonces, era una figura menos humilde que en 1978. Aunque el resultado del ensayo clínico había sido negativo, el éxito de su ejecución en circunstancias extremadamente complicadas lo había convertido en un actor predilecto en el círculo de investigación del alzhéimer. Recibía cada vez más reconocimientos, premios, atención de los medios y propuestas. No salía mucho al campo.

Sin embargo, en esa mañana de sábado, ese agosto de 2022, Lopera volvió a ser un médico rural, frente a un auditorio lleno de gente de campo. Ninguno de sus colaboradores extranjeros o patrocinadores de empresas farmacéuticas lo acompañaron, solo sus colegas de mucho tiempo y su grupo de investigación, el Grupo de Neurociencias de Antioquia, uniformados en camisas negras tipo polo y formados en una línea, con toda solemnidad. Cuando Lopera les dio las malas noticias en su estilo suave pero franco, algunos participantes lloraron. El resto ya había llorado lo suficiente. Se habían enterado de los resultados por otros medios, y quizá no había sido ninguna sorpresa. Después de 40 años de participar en investigaciones clínicas, estas familias habían aprendido a no tener muchas esperanzas, pero también a no caer en la desesperanza.

Conforme avanzó el día, mejoró el ánimo. La banda musical de la universidad tocó. Varios meseros sirvieron un almuerzo tradicional abundante y nadie parecía tener prisa por irse. Lopera bailó sin parar con los participantes del estudio. Era un bailarín fantástico desde sus años mozos en el Tapón del Darién. Bailó tantas canciones y con tantas parejas que estaba sudando a mares para el final de la tarde y parecía estar a punto de desmayarse. Dudo que alguna vez en la historia haya habido otro ensayo clínico en otra parte del mundo que haya concluido de esta manera.

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