Por Peter Baker
Peter Baker ha cubierto las gestiones de los últimos cinco presidentes y escribió junto a su esposa un libro sobre la presidencia de Donald Trump.
La semana pasada, en su mitin de clausura en la Elipse, Kamala Harris despreció a Donald Trump como un caso atípico que no representaba a Estados Unidos. “Eso no es lo que somos”, declaró.
De hecho, resulta que eso es exactamente lo que somos. Al menos la mayoría de nosotros.
La suposición de que Trump representaba una anomalía que por fin sería relegada al montón de cenizas de la historia fue arrastrada el martes por la noche por una corriente republicana que barrió con los estados disputados y con la comprensión de Estados Unidos alimentada durante mucho tiempo por su élite dirigente de ambos partidos.
La clase política ya no puede desechar a Trump como una interrupción temporal de la larga marcha del progreso, un caso fortuito que de algún modo se coló en la Casa Blanca con una estrafalaria y única victoria en el Colegio Electoral hace ocho años. Con este regreso ganador para recuperar la presidencia, Trump se ha establecido como una fuerza transformadora que está rehaciendo Estados Unidos a su imagen y semejanza.
El desencanto populista con la dirección de la nación y el resentimiento contra las élites demostraron ser más profundos y más hondos de lo que muchos en ambos partidos habían reconocido. La campaña de Trump, impulsada por testosterona, aprovechó la resistencia a elegir a la primera mujer presidenta.
Y aunque decenas de millones de electores siguieron votando contra Trump, este volvió a aprovechar la sensación de muchos otros de que estaban perdiendo el país que conocían, asediado económica, cultural y demográficamente.
Para contrarrestarlo, esos votantes ratificaron el regreso de un impetuoso paladín de 78 años dispuesto a romper las convenciones y a emprender acciones radicales aunque ofendan sensibilidades o violen viejas normas. Cualquier recelo sobre el líder elegido se hizo a un lado.
Como resultado, por primera vez en la historia, los estadounidenses han elegido como presidente a un delincuente convicto. Devolvieron el poder a un dirigente que intentó anular una elección anterior, pidió la “terminación” de la Constitución para reclamar su cargo, aspiró a ser dictador el primer día y juró imponer “represalias” contra sus adversarios.
“El verdadero Estados Unidos se convierte en el Estados Unidos de Trump”, dijo Timothy Naftali, historiador presidencial de la Universidad de Columbia. “Francamente, el mundo dirá que si este hombre no fue descalificado por el 6 de enero, lo que tuvo una influencia increíble en todo el mundo, entonces este no es el Estados Unidos que conocíamos”.
Para los aliados de Trump, la elección reivindica su argumento de que Washington ha perdido el toque, que Estados Unidos es un país cansado de las guerras en el extranjero, la inmigración excesiva y la corrección política “woke”.
“La presidencia de Trump habla de la profundidad de la marginación que sienten quienes creen que llevan demasiado tiempo en el margen cultural y de su fe en la única persona que ha dado voz a su frustración y a su capacidad para centrarlos en la vida estadounidense”, dijo Melody C. Barnes, directora ejecutiva del Instituto Karsh de la Democracia de la Universidad de Virginia y exasesora del presidente Barack Obama.
En lugar de sentirse desanimados por los llamamientos flagrantes y basados en la ira de Trump en relación con la raza, el sexo, la religión, el origen nacional y, especialmente, la identidad transgénero, muchos estadounidenses los encontraron estimulantes. En lugar de sentirse ofendidos por sus mentiras descaradas y sus descabelladas teorías conspirativas, muchos lo encontraron auténtico. En lugar de descartarlo como un delincuente declarado por varios tribunales estafador, tramposo, abusador sexual y difamador, muchos abrazaron su afirmación de que ha sido víctima de persecución.
“Esta elección fue una tomografía computarizada del pueblo estadounidense, y por difícil que sea decirlo, por duro que sea nombrarlo, lo que reveló, al menos en parte, es una afinidad aterradora por un hombre de corrupción sin límites”, dijo Peter H. Wehner, exasesor estratégico del presidente George W. Bush y crítico declarado de Trump. “Donald Trump ya no es una aberración; es normativo”.
El hecho de que Trump haya sido capaz de recuperarse de tantas derrotas legales y políticas en los últimos cuatro años, cualquiera de las cuales habría bastado para hundir la carrera de cualquier otro político, es un testimonio de su notable resistencia y desafío. No se ha doblegado y, al menos esta vez, ha vencido.
También se debió en parte a los fracasos del presidente Biden y de Harris, su vicepresidenta. La victoria de Trump fue un repudio a un gobierno que aprobó amplios programas de ayuda contra la pandemia, de gasto social y de cambio climático, pero que se vio lastrado por una inflación desorbitada y por la inmigración ilegal, que se controlaron demasiado tarde.
Además, Biden y Harris nunca consiguieron sanar las divisiones de la era Trump, como habían prometido, aunque quizá nunca hubiera sido posible. No supieron canalizar la ira que impulsa su movimiento ni responder a las guerras culturales que Trump fomenta.
Una vez que tomó la antorcha de Biden, Harris hizo hincapié inicialmente en una misión positiva y llena de alegría hacia el futuro, consolidando tras ella a demócratas entusiasmados, pero no fue suficiente para ganarse a los votantes que no habían decidido.
En ese momento, Harris volvió al enfoque de Biden de advertir sobre los peligros de Trump y el incipiente fascismo que, según ella, representaba. Tampoco fue suficiente.
“La coalición que los eligió quería que unieran al país, y no lo consiguieron”, dijo el exrepresentante de la Cámara Carlos Curbelo, republicano de Florida. “Su fracaso ha provocado una mayor desilusión con la política de nuestro país y ha empoderado a la base de Trump para darle otra estrecha victoria tras los reveses sufridos en tres elecciones generales consecutivas”.
Harris predicó la unidad en los últimos días de su campaña, pero su mensaje de armonía, “estamos todos juntos en esto”, se quedó corto frente al mensaje de beligerancia, “lucha, lucha, lucha”, de Trump. Por encima de todo, las elecciones reforzaron lo polarizado que se ha vuelto el país, dividido por la mitad. Es una era tribal, un momento de nosotros contra ellos, en el que cada bando está tan divorciado del otro que les cuesta incluso comprenderse entre sí.
La resurrección política de Trump también puso de relieve un aspecto a menudo subestimado del experimento democrático estadounidense de 248 años de antigüedad.
Pese a su compromiso con el constitucionalismo, Estados Unidos ha vivido momentos en que el público ansiaba un hombre fuerte y mostró voluntad de otorgarle una autoridad descomunal. Eso ha ocurrido a menudo en tiempos de guerra o de peligro nacional, pero Trump presenta la lucha actual de Estados Unidos como una especie de guerra.
“Trump ha estado condicionando a los estadounidenses a lo largo de esta campaña para que vean la democracia estadounidense como un experimento fallido”, dijo Ruth Ben-Ghiat, historiadora y autora de Strongmen: Mussolini to the Present. Al elogiar a dictadores como el presidente Vladimir Putin de Rusia y el presidente Xi Jinping de China, dijo, “ha utilizado su campaña para preparar a los estadounidenses para la autocracia”.
Ben-Ghiat citó su adopción del lenguaje de los léxicos nazi y soviético, como calificar a los oponentes de “alimañas” y “enemigo interno” al mismo tiempo que acusaba a los inmigrantes de “envenenar la sangre de nuestro país”, y sugería que podría utilizar al ejército para acorralar a sus oponentes. “Una victoria de Trump significaría que esta visión de Estados Unidos —y el recurso a la violencia como medio para resolver los problemas políticos— ha triunfado”, dijo.
Otros advirtieron contra la presunción de que Trump cumpliría sus amenazas más extravagantes. Marc Short, quien fue jefe de gabinete del vicepresidente Mike Pence y podría tener motivos para preocuparse dado el enfado de Trump con él y con su antiguo jefe, dijo que no le preocupaba una oleada de represalias.
“No creo en eso”, dijo. “Creo que hay mucho teatro en torno a eso más que una especie de represalia real”.
Pero Short predijo otros cuatro años de caos e incertidumbre. “Yo anticiparía mucha volatilidad: personal, pero también bumeranes importantes en política”, dijo. “No bumeranes de Biden y Harris, sino de él mismo. Tendremos una posición un día y otra al siguiente”.
La última victoria de Trump también añade al argumento de que el país no está preparado para una mujer en el Despacho Oval. Trump, adúltero confeso casado tres veces y acusado de conducta sexual inapropiada por más de dos decenas de mujeres, ha derrotado por segunda vez a una mujer con más experiencia en cargos públicos que él. Cada una de ellas tenía defectos, al igual que los candidatos varones, pero la sensación de déjà vu de 2016 era palpable en la izquierda el miércoles por la mañana.
Trump llevó a cabo una campaña abiertamente dirigida a los hombres, con Hulk Hogan arrancándose la camiseta en la Convención Nacional Republicana, un discurso machista en su mitin de clausura en el Madison Square Garden e incluso el propio expresidente pareciendo simular un acto sexual con un micrófono en los últimos días de la contienda. El día de las elecciones, Stephen Miller, asesor de Trump, publicó un mensaje en las redes sociales que decía: “Si conoces a algún hombre que no haya votado, llévalo a las urnas”.
Según los sondeos de salida, la mayoría de los partidarios de Harris eran mujeres, mientras que la mayoría de los partidarios de Trump eran hombres. Sin embargo, aunque la mayoría de los referendos sobre el derecho al aborto se aprobaron en varios estados el martes, la cuestión no movió a las mujeres en la primera contienda presidencial desde que se anuló Roe contra Wade hasta el punto que los demócratas esperaban y los republicanos temían.
En cierto sentido, la victoria de Trump también cierra el círculo del ataque al Capitolio por una turba de sus partidarios el 6 de enero de 2021. El ataque, cuyo objetivo era detener la concretización de la victoria de Biden en 2020, ahora ha pasado de ser un asalto mortal a la democracia que desacreditó a Trump a un acto patriótico que generará los indultos prometidos por el recién reelegido presidente.
“En muchos sentidos, este es el último capítulo del drama del 6 de enero”, dijo Naftali. “Muchos republicanos pensaban que habían conseguido sortear la situación, evitar enfadar a su base y al mismo tiempo deshacerse de Trump. Y resultó que no lo habían conseguido. Y ahora lo tienen de vuelta. Y si gana la apuesta, y vuelve al poder, entonces el veredicto final del 6 de enero es que en el Estados Unidos moderno se puede hacer trampa y el sistema no es lo bastante fuerte como para contraatacar”.
La lucha que definirá el futuro será la guerra que Trump dice librará contra un sistema que considera corrupto. Si cumple sus promesas de campaña, intentará consolidar más poder en la presidencia, meter en cintura al “estado profundo” y perseguir a los oponentes políticos “traidores” de ambos partidos y de los medios de comunicación.
Al hacerlo, tendrá una legitimidad y una experiencia que no tenía la última vez. Aprendió de su primer mandato, no tanto sobre política, sino sobre cómo mover las palancas del poder. Y esta vez, tendrá más holgura, un conjunto de asesores más alineados y posiblemente ambas cámaras del Congreso, así como un partido que, incluso hace más de ocho años, solo responde ante él.
Resulta que la era Trump no fue un interregno de cuatro años. Suponiendo que termine su nuevo mandato, ahora parece ser una era de 12 años que le sitúa en el centro de la escena política tanto tiempo como lo estuvieron Franklin D. Roosevelt o Ronald Reagan.
Al fin y al cabo, es el Estados Unidos de Trump.
Peter Baker es el corresponsal principal de la Casa Blanca para el Times. Ha cubierto las gestiones de los últimos cinco presidentes y a veces escribe artículos analíticos que ponen a los presidentes y sus gobiernos en un contexto y marco histórico más grande.