Por Fernando Calderón España.
Ningún cargo público ha estado reservado para alguien.
La opinión de los ciudadanos, esa que se produce con el comentario ligero y por simple reflejo de una tradición que parece ligada al ser humano, -la de rumorear sobre lo que se proyecta como público- es una herencia política de las prácticas que han utilizado los dueños de los partidos con carácter patronal, gamonal, caudillista y hasta mesiánico. Es la refeudalizacion del líder.
En ocasiones, personalidades fuertes, agresivas y hasta irrespetuosas de sus mismos seguidores han obtenido el favor popular solo por el hecho de mandar a callar a los demás, y hasta insultarlos, en una comunidad humana que se jacta de necesitar garrote para que la conduzcan.
Cuando una idea política y su personificación llegan a la instancia del poder que se persiguió, la opinión individual hecha rumor logra colectivizarse hasta el punto de formar un acto sicológico-impositivo, en torno de quién debería llegar a un cargo público, cuya designación solo le compete al presidente.
Esa opinión individual, así logre masificarse, no es opinión pública porque esta, para serlo, debe cumplir con el requisito de provenir de la racionalización de un colectivo que apoye o no a un régimen. Profundizar en eso se lo dejamos a Habermas.
En todos los gobiernos se espera que tal o cuál persona, -que se supone con nexos profundos con quien ostenta la autoridad para designar, o porque el cargo parece hecho para un allegado del presidente- debería ocupar un puesto que la opinión de los públicos supone de irreversible y segura colocación.
Ningún jefe de gobierno, elegido popularmente, está obligado a colmar los deseos del rumor, los cálculos periodísticos, o la echada de cartas que hace la opinión de públicos. Nominar a una persona diferente a esos deseos no es contrariar al “aspirante designado”, ni es un incumplimiento de algo que no se ha prometido.
El rumor no tiene fuerza de ley, ni obliga, ni puede presionar una designación que es del resorte exclusivo del conductor gubernamental. (Art. 189 de la C.P.C.)
Así mismo, un presidente no está obligado a mantener un gabinete ministerial por el tiempo que los medios, coadyuvantes del rumor, o los opinadores casuales lo deseen, solo porque suponen que para cumplir una misión no se puede cambiar a sus misioneros.
Un presidente cambia a sus ayudantes cuando le parezca necesario -según la Constitución- de acuerdo con el apuro político del momento. Quienes relataron el reciente cambio de ministros, -producido por el propio presidente- como un acto que se erigió “primerizo” en la historia de los reemplazos en la ayudantía administrativa nacional buscaron con su descripción un desatino del ejecutivo en donde no lo había. Y crearon en la mente del colectivo humano receptor la duda sobre si era o no correcto, políticamente.
Es una manera de manipulación desde los hechos ciertos: era verdad lo de “la primera vez en la historia”.
Contra esa comunicación que viene de la opinión de públicos y los medios es que hay qué estar alertas para que no logren la formación de una opinión sesgada, amañada y fraudulenta. Esto último, porque proviene de lo que llamo “fraudes informativos”. Formemos opinión desde la racionalidad sobre lo cierto, no desde la suposición o el deseo perverso.
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