Crónicas con olor a gladiolos (5): El médico que vivió a su manera

Por Óscar Domínguez G.

Vivió a mil por hora. No se dio tregua. No vino a durar sino a vivir. Su verbo preferido fue servir desde su destino de médico.

Disfrutó – y compartió – la vida que le tocó. 

Su entorno lo calificaba de único, francote, chinche, solidario, auténtico, buena vida, estudioso, irreverente, mal hablado.

Luis Fernando Villegas Uribe, padre de Luisa Fernanda y Pilar, abuelo de Isabela, Felipe y Pablo, fue superlativo en todo. Un gocetas que tuvo el mundo por cárcel. Su último destino de caminante fue Alaska, que visitó en compañía de Fabiola Zuluaga, su entera – y eterna – naranja.

Su primer regalo de novio a su dama fue un long play con canciones de Marco Antonio Muñiz.

“A mi manera”, la canción de Sinatra, resume musicalmente su parábola. Cuando murió hace cinco años, esa melodía se oyó en la misa de varias yemas en la Iglesia Purísima Concepción donde no cabía una jaculatoria.

Los oradores, incluidos sus nietos, hicieron agotar las existencias de clínex.

Nacido cuatro días antes del 9 de abril del 48, bachiller becado de La Salle de Envigado, su terruño, fue cirujano plástico de la U de Antioquia. 

Puso sus manos brujas al servicio de niños de labio leporino y paladar hendido tema que investigó y dejó plasmado en textos. 

Tsunami Villegas se ganó los garbanzos con sus manos hechas para crear o reconstruir la belleza. Lo certifican pacientes en todo el país, sobre todo en el Urabá antioqueño, y sus pupilos de cirugía plástica en el Hospital San Vicente de Paul. 

Le conocían hasta el grupo sanguíneo en la Clínica Noel y el Instituto de Cirugía Plástica, una de sus creaciones, con otros discípulos de Galeno (no solo Hipócrates curaba gripitas).

A lo mejor su destreza manual, Rodolfo Biagi de la medicina, nació en la Sociedad Científica de La Salle que dirigía el hermano Carlos, un sabio de gafas verdes, misterioso como una esfinge. Animalillo que moría en el Zoológico Santa Fe caía en manos de una logia de taxidermistas de apellidos Villegas, Morales (Jairo), Londoño (Mario). Y Leonardo Betancur, Titi, el médico sacrificado en plena primavera.

Divisa de Mecato, como lo bautizó su vecino y amigo de todos los semestres, Alfredo Tamayo: Hay que retribuirle a la sociedad más de lo que nos brinda.

Sus pacientes lo abastecían de toda clase de chucherías. A esa generosidad habría que atribuirle su voluminosa anatomía.

Sabía ganarse la confianza de sus pacientes que lo adoptaban como su Freud de cabecera. Salían del consultorio aliviados del cuerpo y del alma. Todo por el mismo precio. O gratis.

Hijo de Pedro Nel, obrero de Coltejer, y de Carlina, costurera, para ayudarse vendió periódicos, trapeadoras. Fue acólito sin suerte en Santa Gertrudis. (Una caída en el altar con las vinajeras, lo sacó de la teológica nómina). 

Un cáncer lo sacó del tablero. Cuando vio que el asunto era irreversible, tomó el asunto con estoicismo. La última orden que dio: conservar la unidad familiar. El espectáculo tiene que continuar.

No aceptó tratamientos. Me recordó al médico de Molière: “… los hombres mueren de las medicinas y no de las enfermedades”.

Cuando solo seis personas hablan bien del finado es porque hizo bien la tarea. Esas personas son las conocidas yo, tú, él, nosotros, vosotros, ellos. 

Bueno, tampoco todos. Los hinchas del Nacional no le perdonamos su enfermiza devoción por el Independiente Medellín. ¡Ay del DIM si no clasificaba a los octogonales! Villegas tenía puesto fijo en el estadio Atanasio Girardot: el centro de la primera fila de tribuna alta.

Sus biógrafas femeninas, las Garcés, informaron que su proveedor de paletas no podía tener en el abanico de posibilidades las paletas verdes… 

En el croché que se formó al final de la velada religiosa cumplimos el mandato romano de hablar solo lo bueno del amigo muerto.

Uno de sus contemporáneos recordó que de jóvenes solían echarle cinco al piano en la tienda del viejo Alejandro Tamayo. Que no falte “Espumas”, de Villamil. También se reunían en alguna casa de Calle Basura para escuchar melodías en la radiola de alguna familia pudiente.

Mientras la música de un tango lo despedía, sus contemporáneos y condiscípulos pasamos revista a nuestras arrugas y nos preguntamos cuál será el próximo.

Repitamos: La historia solo recuerda a los exagerados. Y manos brujas Villegas lo fue en grado superlativo. (Líneas sometidas a latonería y pintura).

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