Bogotá, la ciudad que intentó resolver el problema del tráfico del mundo

Un patio terminal de Transmilenio

Por Michael Kimmelman Fotografías por Felipe Romero Beltrán

Michael Kimmelman reportó por última vez para el Times sobre el desarrollo de Bogotá en 2012.

Headway es una iniciativa del Times que explora los desafíos del mundo a través del enfoque del progreso.

Es un atasco.

Durante décadas —en especial en zonas en desarrollo de Asia, África y América Latina— millones de personas que huían de la guerra, las catástrofes naturales y la pobreza se han radicado en barrios, favelas y cerros situados en la periferia de ciudades que, de por sí, ya están sobrecargadas. Los recién llegados, al igual que otros residentes, necesitan desplazarse para poder llegar a sus trabajos y escuelas. Y las calles y los sistemas de transporte de la ciudad, que no se construyeron anticipando el enorme flujo de personas recién llegadas, se han visto desbordados por una avalancha de autos, camiones y minibuses privados.

El tráfico es un problema relativamente menor en comparación con las crisis de primer orden que las ciudades tienen que abordar, como la falta de vivienda o agua potable, pero sus efectos en el empleo, el sueño, la salud mental, el cuidado de los niños y la educación, entre otras actividades, son profundos.

Tomemos el ejemplo de Bogotá. En las décadas de 1940 y 1950, vivían unas 600.000 personas en la capital colombiana, a unos 2500 metros de altura en los Andes. En un momento de optimismo, la ciudad invitó al famoso arquitecto suizo Le Corbusier para que diseñara un plan maestro que previera una extensa red de modernas autopistas para sustituir a los tranvías y ferrocarriles regionales de la ciudad. Con el apoyo y el dinero de Estados Unidos, Bogotá se deshizo de sus trenes y apostó por los vehículos y una maraña de nuevas carreteras. La reconfiguración de Le Corbusier fue concebida para manejar, de manera eficiente, una afluencia prevista de hasta 1,5 millones de personas a principios del siglo XXI.

. Personas cuelgan de los costados de un tranvía en una fotografía en blanco y negro.

Pero ocurrió lo imprevisto. Los refugiados que huían de la pobreza y la violencia en el campo durante la guerra civil colombiana llegaron en masa a la ciudad. Un vasto mosaico de calles desordenadas y caóticas, así como asentamientos informales de casas improvisadas se extendió por el altiplano y trepó por las laderas de los cerros. Y la gente siguió llegando. Más recientemente, entre los recién llegados se incluyen grandes cantidades de inmigrantes venezolanos. Hoy en día, la ciudad tiene más de ocho millones de habitantes —11 millones si se incluye la población extraurbana inmediata— y cubre una superficie dos veces mayor que la ciudad de Nueva York.

La experiencia de Bogotá no fue tan insólita, pero ninguna otra ciudad de la región —y muy pocas en el mundo, fuera de China— intentó abordar el problema del transporte derivado de estas migraciones masivas con la seriedad con que lo hizo la capital colombiana.

Durante un breve y fulgurante instante a principios de la década de 2000, incluso pareció que la ciudad había resuelto el gran enigma de la movilidad. Implementó una estrategia aburrida pero astutamente eficaz para trasladar a millones de viajeros: los autobuses de tránsito rápido.

El sistema de autobuses de Bogotá, llamado TransMilenio, se inspiró en la ciudad de Curitiba, Brasil, que instituyó una de las primeras redes exitosas de autobuses rápidos. La red más extensa de Bogotá, con 12 líneas de autobús, cubría unos 114 kilómetros.

Los nuevos autobuses de tránsito rápido no eran tan veloces como un metro, pero podían ponerse en marcha en una fracción del tiempo y con un costo mucho menor. Ocupaban los carriles de los bulevares existentes, hacían paradas limitadas y circulaban más deprisa que las variopintas flotas de microbuses a las que sustituyeron, propensas a los accidentes y operadas por innumerables empresas descoordinadas. Las estaciones del TransMilenio se parecían a las de los trenes. Los pasajeros pagaban por adelantado, embarcaban por todas las puertas, lo que agilizaba radicalmente el proceso.

De forma crucial, la red de autobuses unió barrios marginales y otros distritos remotos y desatendidos de Bogotá con el centro de la ciudad. Después de solo varios meses de funcionamiento, el número de pasajeros se había duplicado.

¿Pueden mejores autobuses solucionar tus desplazamientos?

“Fue un milagro”, me dijo hace poco Darío Hidalgo, uno de los primeros gerentes del TransMilenio, quien agregó que la gente no podía creer la diferencia.

El nuevo sistema inició sus operaciones en diciembre del año 2000 y se convirtió en el logro emblemático de un tecnócrata carismático y muy seguro de sí mismo, un economista convertido en alcalde llamado Enrique Peñalosa. Pronto, con el apoyo de Peñalosa y el éxito del sistema, el TransMilenio convirtió a Bogotá en un modelo mundial de política urbana progresista.

Bancos de desarrollo y organizaciones filantrópicas usaron su ejemplo para crear proyectos de transporte similares en todo el planeta. Ciudades desde Yakarta hasta Quito, desde Karachi hasta Ciudad de México, deseaban imitar a Bogotá. Lo que hizo el Guggenheim de Frank Gehry en Bilbao para desencadenar un tsunami de proyectos de museos y el High Line en Nueva York para reutilizar vías ferroviarias abandonadas, TransMilenio lo hizo para el transporte mundial.

Autobuses rojos, vistos desde arriba, apretujados.

Pero ese no fue el final de la historia. Hoy, el sistema de autobuses rápidos de Bogotá atiende a unos dos millones de pasajeros al día. También es una de las instituciones más criticadas de la ciudad.

Las razones no son misteriosas. Poco después del éxito inicial del TransMilenio, los usuarios empezaron a experimentar situaciones de hacinamiento en unidades que eran como unas latas de sardinas sofocantes, averiadas y mal supervisadas. Las mujeres denunciaban haber sido abusadas.

La propia popularidad de los autobuses hizo que estuvieran abarrotados y fueran peligrosos. También sufrieron los caprichos de los gobiernos municipales en constante cambio. Después de Peñalosa, una sucesión de alcaldes al principio impulsó al TransMilenio y luego lo descuidó cada vez más. Los autobuses envejecieron y no fueron remplazados. Se suponía que esos primeros 114 kilómetros de carriles para autobuses crecerían hasta convertirse en 388 kilómetros, pero los kilómetros adicionales nunca se construyeron.

A medida que se incumplían las promesas y el servicio se deterioraba, un alcalde fue vinculado a un plan de malversación de millones de dólares y fue sentenciado a 18 años de prisión. El dinero robado debía ir al TransMilenio y a nuevas carreteras.

Hoy, a unos 20 años de la llegada del TransMilenio, Bogotá sigue sufriendo embotellamientos. Su solución más reciente ha sido construir un metro, una idea que se ha debatido desde la década de 1940. El nuevo metro, tal como está concebido ahora, no sustituiría a los autobuses, sino que funcionaría en conjunto con ellos. La alcaldesa saliente, Claudia López, ha iniciado la construcción de la primera línea del metro, una ruta sobre la superficie, y se espera que luego se implementen dos líneas más. A finales de octubre, los bogotanos eligieron a su sucesor, Carlos Galán, que basó su campaña como candidato en su apoyo al metro.

Viajé a Bogotá hace una década y me sorprendieron los múltiples signos del declive del TransMilenio, aunque el resto del mundo todavía promocionaba su éxito inicial.

Así que regresé a principios de este año para tratar de entender qué había pasado con esta gran idea que había inspirado a tantos a imitar su ejemplo.

¿Era esta una historia de fracaso en una ciudad que había llegado a simbolizar el progreso urbano? ¿O algo muy diferente?

Bajar del cerro

María Victoria Vélez, con una camisa blanca y una falda larga de jean, con el cabello negro recogido en un moño, aparece de perfil contra un fondo de acantilados y teleféricos en la distancia.

En las afueras montañosas de Bogotá se extiende un barrio llamado Ciudad Bolívar. Como sucede con muchos asentamientos informales, este barrio surgió sin ningún plan, por lo que las casas de bloques de hormigón y metal corrugado se fueron amontonando. Ahora el tamaño de su población se asemeja al de la ciudad de Miami.

Allí conocí a una mujer de 60 años llamada María Victoria Vélez quien, hace una década, fue expulsada con sus hijos del campo por grupos armados y buscó refugio en Bogotá. Reunió el dinero suficiente para pagarles a las pandillas locales un terreno situado en una ladera precaria.

El día que nos conocimos, Vélez le preparó una jarra de café a su esposo y luego me llevó desde su casa por un camino de tierra hasta una esquina en el cerro, donde el aire estaba negro por el humo de los vendedores de salchichas y los gases de escape de los camiones. En la esquina, los autobuses alimentadores del TransMilenio recogían a los pasajeros antes de descender el cerro hacia el centro de autobuses rápidos más cercano.

Para ganarse la vida, Vélez vendía bolsas de basura desde un destartalado carrito plegable de metal. Se abastecía de bolsas en un barrio localizado a un par de viajes en autobús de distancia, donde son más baratas, para luego venderlas en zonas más acomodadas del centro de la ciudad: desde su casa hasta los lugares donde trabaja tiene que hacer varios viajes en autobús.

Primero tenía que bajar el cerro. Podríamos haber tomado uno de los relucientes teleféricos que a diario transportan a unos 25.000 habitantes de Ciudad Bolívar hasta la estación de autobuses rápidos situada en la base. Pero Vélez dijo que sufría de vértigo tras una caída por el acantilado frente a su casa, y que el viaje la mareaba.

Casas de color naranja, rosa, azul y amarillo muy juntas en una colina.
María Victoria Vélez, con una falda larga negra, arrastra un carrito detrás de ella en una plaza con edificios de ladrillo naranja al fondo. Dos personas con cabello largo y mochilas caminan hacia ella.

Si se mide por el número de pasajeros per cápita, el sistema de teleférico —una iniciativa generada por Peñalosa durante un segundo mandato como alcalde— fue una inversión pública extraordinaria en uno de los distritos más pobres de la ciudad. Cuando lo utilicé, me sorprendió lo bien que funcionaba, así como la experiencia mágica de flotar, poco después del amanecer, por encima de niños jugando fútbol y personas mayores aprendiendo a bailar tango en una azotea. Las cabinas circulaban sobre una ladera de casas improvisadas, todas pintadas de rosa, amarillo y turquesa. En un viaje desde la cima de Ciudad Bolívar, me senté junto a un estudiante universitario que me dijo que el teleférico le había reducido casi dos horas a sus traslados diarios.

Pero Vélez tenía que tomar un autobús. Algunos eran gratuitos, pero estaban demasiado llenos para subir. Al cabo de una media hora, por fin pudimos subirnos a un autobús normal. El precio de 70 centavos de dólar reducía considerablemente el presupuesto diario de Vélez, pero el tiempo es oro. La unidad estaba abarrotada. Los pasajeros se apoyaban unos en otros para mantener el equilibrio.

En total, tomamos cinco autobuses, dos de ellos supuestamente rápidos por carriles exclusivos, para recoger las bolsas de basura y llegar a Chapinero, un barrio próspero localizado cerca del centro de la ciudad. Miré mi reloj cuando nos acercamos a nuestra última parada. Habían pasado casi tres horas desde que salimos de casa de Vélez.

Exigirle demasiado a un autobús

Un grupo de personas en tres hileras sobre una plataforma. Una figura prominente viste una chaqueta roja y mira un teléfono. Otra lleva un pañuelo con estampado de leopardo, aretes de aro y una chaqueta negra.

Al igual que Vélez, López, la alcaldesa saliente de Bogotá, pasó años en Ciudad Bolívar. Se mudó allí cuando era adolescente, antes de que llegara el TransMilenio. Como estudiante universitaria, tuvo que correr y empujar junto a otros viajeros, vendedores ambulantes y una temeraria variedad de microbuses que escupían los gases del diésel y llegaban cuando les daba la gana para competir por los pasajeros y, a veces, atropellarlos.

“Era un infierno”, dijo López, quien agregó que había sido un milagro que no muriera más gente en aquel entonces.

López trabajó en la primera gestión de Peñalosa, cuando el TransMilenio apenas iniciaba operaciones. Los autobuses hicieron que sus viajes fueran inconmensurablemente mejores, recordó. “Fue uno de los orgullos de Bogotá”, dijo. “Pero le exigimos demasiado”.

Peñalosa regresó a la alcaldía para cumplir su segundo mandato como alcalde de 2016 a 2019, durante el cual comenzó a apuntalar las finanzas del TransMilenio, en ese entonces en mal estado; adquirió autobuses más limpios para remplazar a la flotilla contaminante y averiada de la ciudad; obtuvo ayuda del gobierno central para crear nuevas rutas; y construyó el teleférico en Ciudad Bolívar. La calidad del aire alrededor de los autobuses y las estaciones mejoró casi un 80 por ciento.

Claudia López mirando de lado, con camisa azul y el cabello corto negro y con canas. Lleva gafas sin montura, pendientes plateados y lápiz labial rosa.

Sin embargo, después de años de frustración pública, ni siquiera Peñalosa pudo resistir todo el impulso público y político detrás de un tren. Como alcalde, obtuvo fondos del gobierno nacional para ayudar a pagar la construcción y luego firmó contratos con empresas chinas para diseñar la primera ruta.

López, elegida en 2019 para suceder a Peñalosa, presionó en temas ambientales y de salud de las mujeres, además de hacer de la movilidad una máxima prioridad. Su visión de la ciudad mezcla bicicletas, más teleféricos, más autobuses de tránsito rápido, calles verdes y el metro, una iniciativa cuyas complicaciones ocuparon gran parte de su tiempo. Calcula que la nueva línea de metro atenderá a un millón de pasajeros al día, lo que reducirá a la mitad algunos tiempos de viaje.

Cuando nos conocimos, recordó su propia juventud, cuando era una “Claudia modelo 1990”, como ella mismo dijo, una estudiante universitaria que viajaba en un imprudente microbús desde Ciudad Bolívar a la universidad. Luego llegó una “Claudia modelo 2001”, quien quedó “sorprendida” con el TransMilenio cuando estaba nuevo.

Si la primera línea del metro se completa a tiempo, una Claudia modelo 2028 recorrerá la ruta, encantada por su comodidad y velocidad, dijo. Espera que una Claudia modelo 2035 aborde una tercera línea propuesta para poder visitar la casa de su madre en Ciudad Bolívar.

“¡Qué felicidad!”, me dijo López.

Sin embargo, no hace falta haber leído a Gabriel García Márquez para imaginar por qué los colombianos son fatalistas. Hay un meme popular que aparece regularmente en las redes sociales colombianas y muestra un titular de la portada de El Tiempo, el periódico nacional: “Bogotá tendrá Metro en tres años”.

El titular es de 1987.

Cuando la infraestructura pasa de moda

Un autobús verde fotografiado desde atrás, en un taller de reparación, con la parte trasera abierta, dejando al descubierto los cables del interior.

Lo que pasó con el TransMilenio es, en parte, algo que sucede en el trajín de la política. El sistema de autobuses rápidos fue una iniciativa de mentalidad igualitaria ideada para llegar a poblaciones desatendidas, pero también se convirtió en sinónimo de Peñalosa, un tecnócrata de centroderecha de la élite social de la ciudad. Cuando los políticos de izquierda ganaron la alcaldía, se negaron a continuar el proyecto de un oponente político. Promovieron el metro como su alternativa. Encontraron aliados poco probables en muchos residentes adinerados que odiaban a los autobuses por acaparar los carriles exclusivos y a Peñalosa por tomar medidas enérgicas contra los automóviles privados.

Cada autobús del TransMilenio se convirtió en un cartel rodante de ‘se busca’ de Peñalosa, como lo expresa el propio exalcalde. Nos reunimos para almorzar en un restaurante cerca de su casa en un barrio frondoso y acomodado. Peñalosa, un hombre alto con una voz retumbante y un casco de cabello gris, proyecta la actitud de un general orgulloso y acorralado.

“¿Ve a la gente aquí?”, me dijo en un momento, moviendo la mano sobre las mesas de los comensales con suéteres de cachemira, mordisqueando un carpaccio. “Nunca los vería ni muertos viajando en el TransMilenio. Ahora están a favor de construir un metro, aunque le aseguro que el 99,9 por ciento de ellos no tienen intención de utilizarlo jamás”.

Enrique Peñalosa, de cabello y barba gris, sentado en un sofá gris con camisa azul y pantalón verde mirando directamente a la cámara. Una orquídea blanca entra en el encuadre desde la izquierda.

Incluso más allá de Bogotá, el clima político ha comenzado a volverse contra los autobuses rápidos. Como señala Walter Hook, un destacado experto en tránsito, la izquierda académica ahora considera el desplazamiento de los viejos e inseguros microbuses por parte de TransMilenio como una toma corporativa globalista de un sistema anteriormente “populista”. El argumento, dice Hook, se hace eco del llamado a privatizar el transporte público que los libertarios de derecha han planteado durante mucho tiempo.

El resultado de perder tanto a la izquierda como a la derecha académica, añade Hook, es que los “tecnócratas”, como se describió a sí mismo y a otros que defendían las virtudes prácticas de los autobuses rápidos, ahora “no tienen un electorado político claro”.

Dicho de otra manera, y al igual que en Estados Unidos, los expertos y tecnócratas han pasado de moda. Resulta que los grandes proyectos de infraestructura no son menos susceptibles a las tendencias que los zapatos o la música.

“Durante un tiempo estuvo de moda construir un sistema BRT”, dice Hook, utilizando la sigla en inglés de “autobús de tránsito rápido”. Mientras fue director del Instituto de Políticas de Transporte y Desarrollo, una organización sin fines de lucro, de 1993 a 2014, fue testigo de lo que sucedió en Bogotá y en muchas ciudades que siguieron su ejemplo.

“Gracias a Bogotá, lugares que no deberían haber construido un sistema BRT construyeron uno”, afirmó. “Otras ciudades construyeron en el lugar equivocado, o construyeron sistemas malos, o aceptables, pero no se pudo mantener la calidad. Luego la moda desapareció y la voluntad política se evaporó. Las organizaciones de filantropía siguieron adelante. Los trenes pesados tienen detrás grandes grupos de presión: alemanes, franceses, chinos y japoneses. La gente empezó a buscar nuevas soluciones”.

Mejorar un sistema defectuoso

Una persona con una chaqueta marrón, pantalones verdes y una mochila, intenta meterse con dificultad entre las puertas que se cierran en un autobús abarrotado.

Luego de ver el declive de los autobuses rápidos, cuando regresé a Bogotá lo que estuve buscando, en cierto sentido, eran nuevas soluciones. Muchas cosas habían cambiado durante todos estos años. Los autobuses seguían abarrotados, y todavía había problemas con el crimen y las crisis y la frustración generalizada. Pero Peñalosa había construido el teleférico. Aunque no estaba en su partido político, López compartía el deseo de vincular los distritos pobres con empleos y escuelas y había llevado adelante la visión de más teleféricos, carriles para bicicletas y autobuses, lo que sentó las bases para el metro.

Esta vez, vi la realidad confusa y agobiante de los políticos que luchan con un sistema defectuoso, entre sí y con la burocracia, lo que produce un progreso gradual.

Bogotá todavía sufre de atascos o, como se les dice localmente, trancones, porque su sistema vial es un enigma, pero desde cualquier punto de vista sensato, los autobuses rápidos han sido un éxito notable, considerando la rapidez con la que nació la red y a cuántas personas sigue atendiendo. Como tantos sistemas públicos en todo el mundo, desde los viajes aéreos globales hasta el metro de Nueva York, es problemático, exasperante e indispensable.

“La idea absurda de que el TransMilenio es un fracaso es impulsada por propietarios de automóviles adinerados en Bogotá, incómodos por los autobuses”, dijo Philipp Rode, director ejecutivo de la iniciativa LSE Cities en la London School of Economics. En poco más de dos décadas, señaló, Bogotá ha pasado de una distopía de autos y microbuses privados a una metrópoli atravesada por casi 644 kilómetros de carriles para bicicletas, la red más extensa de América Latina, con más usuarios diarios que Copenhague y Ámsterdam juntas.

Los viajes en bicicleta representan ahora el 17 por ciento de los desplazamientos diarios en la ciudad, frente a menos del 1 por ciento en 1996. Los residentes han llegado a aceptar con beneplácito las prohibiciones dominicales de vehículos privados en el centro de la ciudad. Incluso el TransMilenio ha ido subiendo en las encuestas de satisfacción locales a medida que han venido llegando autobuses más limpios junto con la promesa de nuevas rutas y un metro. En última instancia, López imagina una red de transporte interdependiente de bicicletas, automóviles, autobuses, vías verdes y el metro que se conecten con un nuevo sistema ferroviario regional que utilizaría las rutas de las vías que fueron abandonadas cuando Bogotá cambió los trenes por los automóviles hace aproximadamente tres cuartos de siglo.

Lo viejo volverá a ser nuevo.

La experiencia de Bogotá refleja una verdad básica sobre la infraestructura: que ejecutar cambios significativos requiere trabajar en una escala de tiempo más larga de lo que la política —y la paciencia pública— normalmente permiten. Pero este es un momento urgente. Más de la mitad de la población del planeta vive ahora en zonas urbanas, y con el cambio climático acelerando la migración global, para mediados de siglo esta cifra se acercará a los dos tercios, según cálculos del Banco Mundial.

Casi todo ese crecimiento urbano —96 por ciento, advierte el Comité Internacional de la Cruz Roja— se producirá en barrios marginales situados en los bordes en expansión de ciudades frágiles. Lugares como Ciudad Bolívar. Así que el tiempo se acaba en el enigma de la movilidad.

En Chapinero, observé a Vélez mientras iba con dificultad de un restaurante a un salón de belleza hasta una tienda de zapatillas, soportando las miradas impacientes y compasivas de comerciantes y transeúntes, dando las gracias a todos y ofreciendo siempre una oración, tanto si le compraban bolsas como si no. Después de unas horas, decidió que era hora de terminar la jornada.

Me dijo que había sido un día excepcionalmente bueno. Ganó 7 dólares.

El TransMilenio y el autobús de regreso al cerro permitieron que Vélez pudiera volver a casa a tiempo para prepararle una cena tardía a su marido. Las bolsas de basura le habían reportado menos de 1 dólar la hora.

Pero sin los autobuses, dijo, no habría podido comprar comida.

En el autobús que bajaba del cerro, la gente se apretujaba para no caer cuando un pasajero puso reguetón en una radiograbadora portátil. Algunos pasajeros cantaron con la melodía. Todo el sistema claramente estaba al límite de su capacidad, pero, apretujado entre trabajadores y estudiantes, garabateé una palabra en mi cuaderno antes de ayudar a Vélez a levantar su carrito de compras lleno de bolsas de basura hasta la acera.

Simon Posada colaboró en este reportaje.

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