Por Óscar Domínguez Giraldo
En épocas de ferias o fiestas del libro es posible tropezar con alguna audacia femenina que nos proponga un extraño negocio: la venta de la piedra filosofal (¿) para leer rápido.
Los periódicos dan cuenta de métodos cada vez más actualizados para leer el Quijote en menos que un corrupto se engulle un contrato.
Le paré bolas a un churro de estos que me abordó. Al fin y al cabo, muchachas bellas no nos interrumpen los sueños callejeros eróticos todos los días. «¿Señor, por qué me has hecho tan irresistible?», me pregunté con Cantinflas en una de sus películas, cuando la bella y siliconada dama me invitó a que la acompañara a una plática a solas. Una matadita de ojo adicional albortó mi durmiente libido.
Miré en todas direcciones para cerciorarme de que ningún pariente inmediato, ningún correveidile, iba a ser testigo del pecadillo de incierta infidelidad que me proponía cometer.
Después de ordenarme que la siguiera, la chica se colocó delante de mi miopía y golpeó mis dioptrías con sus movedizas caderas, llamadas eufemísticamente «derrières» por los franceses, por su localización estratégica, en las antípodas del ombligo.
“¿En su actividad diaria usted lee?», fue la desoladora primera pregunta que me formuló. Yo esperaba algo más erótico, como por ejemplo: «Estudias o trabajas?». «¿Leonardo Favio o Palito Ortega?», como en la canción de los sesenta.
Pero no. A la bella todo lo que le interesaba de mí era indagar si leía. Mi argentino ego quedó golpeado. Con el rostro del tonto que entraba a una farmacia a comprar preservativos y terminaba adquiriendo un sobre de aspirina si lo atendía una dama, respondí con la peor de mis sonrisas: “Claro que leo, linda, cómo por qué?”.
Adobé la retahíla de preguntas con una sonrisa imbécil de Casanova tercermundista.
El pecado mortal que tenía al frente se dejó venir con un sermón sobre las bondades de leer rápido. Sin permitir que su interlocutor respirara, se vino al final con toda su artillería pesada: si quería tener futuro, ser un hombre de éxito, una persona importante, de pronto hasta ministro, no me quedaba otra alternativa que leer rápido. El cursillo para ingresar al exclusivo club me lo daban casi regalado y en cuotas mensuales.
Sin tirar la toalla, me atreví a preguntarle a qué horas terminaba de vender métodos de lecturas rápidas, con la perogrullesca intención de invitarla a un parsimonioso y señoritero cubalibre.
Tarde descubrí que estaba frente a toda una ayatola profesional de la lectura rápida que me bajó la caña. Ante la imposibilidad de llegar a ningún Pereira erótico recobré la perdida dignidad, recordé mi condición de eterno lector lento y le dije: «Señorita, yo pago toda la plata del mundo por conocer métodos que me enseñen a leer despacio, no rápido. Pertenezco a la cultura de la lentitud». (Líneas sometidas a latonería y pintura).