Memorias de La Estrella

Casa Consistorial de La Estrella. Foto You Tube

Por Óscar Domínguez G.

La Estrella, el municipio bonsái del Valle de Aburrá con  escasos 35  kilómetros cuadrados, se ha portado bien con este escriba.

En la década del cincuenta me desenalfabeticé  en su escuela Rafael Pombo donde cursé primero elemental. ¿O sería en la Arango Velásquez?

En ese municipio fundado en 1685 tuve mi primer oficio: voceador dominical de El Colombiano y El Correo. Por eso creo que el periodismo me entró por el sobaco donde llevábamos los diarios. 

Mis hermanos y yo perdimos la virginidad teológica en Los Chorritos, cerca del seminario de los salvatorianos. Fueron los niños Arango Palacio, nuestros vecinos, quienes nos revelaron que el Niño Dios eran  papá y  mamá. Quedamos de recoger con cuchara.

Los domingos íbamos a misa a la iglesia de la Virgen de Chiquinquirá, en la plaza principal, o  donde los salvatorianos a quienes  endosábamos nuestros pecadillos. “Acúsome, padre, que me gusta mirar a través de las ventanas”, empezaba mi confesión. Entonces no se podía pecar ni con las ganas.

El domingo salía del anonimato con la llegada de un matrimonio de veteranos en su parsimoniosa moto (foto). Hacíamos cola para dar una vuelta por el sector. 

En esa época La Estrella no era el municipio de las tres emes:  monjas (por la abundancia de comunidades religiosas), moteles y mafiosos. 

Gracias a don Santiago Arango y a su esposa, doña Bernarda Palacio, maestra de escuela, conocimos la televisión.  Don Santi estudió técnicas de radio y tv. por correspondencia lo que le facilitó la compra por cuotas de un televisor Crosley.

En Los Chorritos conocimos una familia palestina que ponía la cuota de leyenda en la cuadra. Estaba integrada por don Rafael, para nosotros “el árabe”, y doña Cecilia, colombiana. Los nombres de sus vástagos los recita, con traducción incluida, Abel Arango Palacio, mi contemporáneo: Aldeljamín (Benjamín), Farmer (Fátima), Safille (Sofía) y Jalime (¿¡).

Millones estamos en deuda con La Estrella por habernos prestado la esquina de Ancón para el festival de rock que en 1971  sacó del bostezo la parroquia colombiana. En La Tablaza permanece parte del legado del maestro Arenas Betancourt. A lo mejor lo ignoran los siderenses, como les dicen a los nacidos en La Estrella.

Aquí conocí mi primer personaje inolvidable: don Rubén Ramírez, el célebre polvorero. Otros vecinos eran de apellidos Escobar, Restrepo, Acosta, Moreno, Cardona, como doña Flora y Eva, su hija, tan perturbadora como lo fue la primera mujer para Adán.

Abajo de Los Chorritos, estaba la finca de don Joaquín Escobar Álvarez, “Joaquinazo”. La administraban Ramón Cardona y su esposa Aurita Martínez quien nos preparaba exquisitos sorbetes y ricos dulces. Si el paraíso terrenal no se parecía a esa finca, entonces Dios perdió su tiempo. La felicidad era visitar ese edén donde comíamos los mejores frutos. De las manzanas que cultivaba Ramoncito tuvo que comer mamá Eva en su afán de “ser como Dios”. Un oficio que no le recomiendo ni a mi mejor enemigo ni al peor enemigo.

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