Daniel Samper Pizano
Es posible que, después del beso de Judas y el de la Bella Durmiente, el más famoso del planeta sea hoy por hoy el que Luis Rubiales, presidente de la Real Federación Española de Fútbol, le estampó en la boca a la jugadora Jennifer Hermoso, que acababa de ganar con España la Copa Mundo de fútbol femenino, donde Colombia participó con un destacado equipo.
(Justo es decir que Rubiales es uno de los dirigentes a quienes se debe el desarrollo asombroso del balompié de mujeres en España, y la madrileña Jenni sobresale como hábil acróbata del balón. En cuanto a Colombia, cumplió un decoroso papel en el torneo, como dicen los comentaristas. Perdió por un gol contra Inglaterra, la subcampeona, pero eliminó a la legendaria Alemania en un partidazo que los expertos califican como el mejor del campeonato).
Recreo el escenario donde se perpetró el célebre ósculo, por si alguno aún lo ignora: pasarela de las vencedoras ante ochenta y tres mil espectadores en el estadio australiano de Sidney y cientos de millones frente a los televisores de cinco continentes. Varias figuras reconocidas, entre ellas Letizia, reina de España, felicitan y cuelgan medallas a las campeonas. Al final de la fila de personajes se encuentra un pulpo pelado y sonriente que abraza, alza y besuquea a todas y cada una de las jugadoras que desfilan. Es Rubiales. Cuando llega el turno de Jenni, el inquieto individuo no se contenta con estrecharla, sino que, motu proprio, le atenaza a dos manos la cabeza, aprieta boca contra boca y la despide entre carcajadas con palmaditas en la espalda.
Los videos revelaron luego que, a lo largo del partido, Rubiales no cesó de gritar, animar, hacer aspavientos, agitar los brazos y en un terrible momento, a medio metro de la soberana española y su hija, ejecutó un increíble gesto de barriada: se cogió triunfalmente con la mano abierta aquel lugar del pantalón donde la bragueta cumple su discreto trabajo y el urólogo su caritativa asistencia. En procaz lenguaje cantinero esto significa “olé, tus huevos”, “tenemos los cojones bien puestos”, o algo parecido. Es ademán totalmente impropio para un lugar público, y mucho más si se trata de exaltar y festejar a unas mujeres que han hecho demostración de gran fútbol sin necesidad de los ovoides atributos.
Mano en zona de candela. Penalti.
Las exultantes españolas ocuparon el lunes las primeras páginas de cientos de periódicos y miles de telenoticieros en el globo. Lamentablemente, se difundieron con mayor rapidez las imágenes protagonizadas por Rubiales, hasta desplazar la gesta de las chicas y sustituirla por noticias sobre la impropiedad de los actos del dirigente y la dificultad de sancionarlos, pues el fútbol internacional es territorio soberano donde mandan, manejan dinero y esgrimen influencias unos tipos casi siempre impresentables que solo responden ante sí mismos.
Se equivocan quienes han enfocado el problema como un asunto entre dos: si Jenni consintió o no el pico, como dice charramente el besador. Es, ante todo, una cuestión social. Al debate esencial sobre la buena educación y respeto entre seres humanos se añaden de inmediato el escaso apoyo que recibe el deporte en casi todos los países; la discriminación que padecen las atletas mujeres y, por ese mismo camino, la predominancia machista en las actividades recreativas.
Contacto irreglamentario. Tarjeta roja: expulsión.
Numerosos editoriales, columnistas, deportistas y políticos exigieron a Rubiales que presentara su dimisión, algo que también clamaba el sentido de la sensatez. Respondió en un principio el dirigente insultando a sus críticos, y los llamó, en jerga ibérica, idiotas, muertos-de-hambre, patéticos y pendejos. Mejor aconsejado, no obstante, al cabo de un par de días ofreció pálidas disculpas, y el viernes parecía segura su renuncia. Pero no fue así. Todo lo contrario. La semana termina con Rubiales suspendido y un coro general en pro de su salida que encabezan todas las campeonas, numerosos deportistas y una abrumadora mayoría de opinadores y dirigentes.
La terquedad de Rubiales opacó la hazaña (proeza a la cual, sin duda, él contribuyó) y dinamitó la feliz ocasión. Aún más: fortaleció las generalizaciones de feministas extremas que seguramente no madrugaron a sintonizar partidos en horario de canguros, como lo hicimos los aficionados al buen fútbol de las muchachas. Con su obstinación, el sujeto disparó la retórica ultra, y de repente todos los varones fuimos equiparados a Rubiales: acosadores, violadores, opresores… Una columnista escribió en El País que el gesto de este obcecado prueba que incluso las campeonas son “mujeres vistas por hombres desde una perspectiva patriarcal en la que ellos, sea hablando en masculino o dando un beso que nadie ha pedido, necesitan ejercer lo que ellos entienden que es su cuota de poder”.
No entendí bien lo que quiso decir la autora, pero sospecho que uno de “ellos” era, por ejemplo, yo. Tremenda voltereta: me acosté campeón feliz y desperté patriarca aborrecible. Merced a la retórica extremo-feminista, los hinchas de las campeonas nos transformamos en clones del monstruo acosador y, desde una perspectiva patriarcal y generalizadora, nos dispusimos a endosar besos atrabiliarios y ejercer cuotas de poder.
Las mujeres han sido víctimas seculares de injusticias, desigualdades, abusos y acosos. Pero en este episodio particular los hombres han sido tan críticos como ellas. El machismo contiene, bien lo sabemos, elementos de violencia, abuso y odio. Pero también los hay en la estupidez, la mentecatez y la burricia. Rubiales es un egocéntrico, un grosero, un lagarto, un impertinente, un exhibicionista y básicamente —excúsenme— un güevón. No lo acepto como modelo del género, y creo que las ofendidas no necesitan la defensa agresiva de feministas profesionales, pues les basta con el blindaje del sentido común.
No confundamos. En este episodio no hay exceso de testosterona, sino escasez de neuronas.