Por Óscar Domínguez G.
No aceptaría ser miembro de un club que me acepte entre sus integrantes, diría con mi ideólogo Marx (Groucho, no Carlos). Aunque de pronto conviene hacer concesiones.
Cualquier día me acosté aliviado y desperté miembro del cartel del gozaderal, un colectivo fundado por un cartagenero feliz, el periodista Angel Romero Bertel, “Pupo Manjararrés”. Despachábamos en el Goce Pagano del centro de Bogotá, regentado por Gustavo Bustamente, un rumbero paisa serio como Richie Ray cuando canta. El joven octogenario César Pagano, su compañero de fórmula salsera, ya había hecho rancho aparte.
Tengo carné del cartel de chihuahua dada mi condición de mascota de Nacho, un perro faldero que disfrutaría más cargado y alimentado por Paris Hilton. Nacho me mira de reojo mientras escribo estas líneas. Tengo bien averiguado que sueña eróticamente con dos perritas vecinas, también chihuahuas, que no le dan ni la hora. Nacho peca con las ganas. Se tiene que comer el cuento de que es mejor tener ganas que quitarlas.
Fugazmente pertenecí al cartel de la coca. De la hoja de coca boliviana, aclaro. Sucedió en octubre de 1982 cuando fui a La Paz a cubrir la posesión presidente Hernán Siles Suazo. En los cafés servían agua de coca, como una aromática más. En el mercado compré hojas de coca para llevar a casita. Mis colegas alegaron que nos podían encanar por tráfico de esa hoja. Allí terminó mi ruta de la coca… Desde entonces sólo soy “palabrotraficante” más.
He confesado que soy miembro del cartel de la marihuana, pero en gotas, sublingual, para mejorar el sueño.
Admito mi condición de miembro del cartel de la empanada. No importa que sea una empanada de iglesia, de esas que tienen más carne un pensamiento del papa. De las empanadas dice cierta oposición que son mejores mientras más peligroso sea el barrio.
Me excluyo de pertenecer al detestable cartel de los sapos. Lamento que se haya utilizado el nombre de estos pacíficos buchones que croan felizmente sin tirarse en la biografía del prójimo para trepar.
Soy miembro del cartel de la OPEP pues desde 1989 sudo petróleo para escribir la Columna Desvertebrada. La invitación para que la escribiera me la hizo la directora Ana Mercedes Gómez, a través de Alberto Velásquez Martínez. Cuando escuché la propuesta le dije a mi vecino de página: ¿Y no me hará daño encima de tantas ganas?
Por inercia soy integrante del cartel de los soles, o mejor, de un sol, el que alumbra para todos. Cuando se deja, le ordeñó mi dosis personal de vitamina D.
Eso sí, me declaro miembro y presidente del cartel del corrientazo. La voz aparece registrada en el Diccionario de Colombianismos, del Caro y Cuervo: «Corrientazo m. inf. Almuerzo casero que se vende, a precios bajos, en pequeños restaurantes o cafeterías. El típico corrientazo tiene sopa, principio, seco, postre y jugo«.
Me recuerda el colega Victor Ogliastri del Instituto que la voz aparece desde la primera edición del diccionario en 2018. Circuló en la Feria del Libro de ese año “e, increible, se convirtió en uno de los libros más vendidos. ¡Un diccionario!”.
La voz también está en otro delicioso libro, Bogatólogo, 2016, de Andrés Ospina, editado con cargo a la caja menor de la alcaldía de Bogotá y está escrito en clave de humor:
I. | 1. | Platillo económico de rústica elaboración, servido a guisa de almuerzo, cuya calidad, no obstante y según su vendedor, siempre gozará de apreciable excelencia. El término fue popularizado a comienzos del siglo XXI por la exitosa telenovela Yo soy Betty la fea. Tiene el ingenio de unir tres significados distintos en una sola expresión, a saber, ‘corriente’, energizante y superlativo. |
Estas líneas son para protestar por el encarecimiento desmedido de su majestad el corrientazo meridiano que nos llena el buche a millares en todo el país. No solo le subieron sino que incurrieron en empequeñecimiento ilícito del tamaño de la carne y le echaron más agua a la sopa ¿Quién podrá defendernos?