Dos montañeros con García Márquez en Estocolmo

Estocolmo, dic. de 1981.- El Nobel García Márquez firma libros a su llegada a Estocolmo hace 40 años para recibir el premio. A su lado, el maestro Rafael Escalona. Observan, entre otros, Nacho Martínez (de bigote y sombrero) y el coronel Nolasco Espinal (de bufanda blanca). (odg)

Por Óscar Domínguez G.

Dos paisas de tierra fría llegaron en diciembre hace  cuarenta años  a Estocolmo con motivaciones diferentes para asistir a la entrega el 10 de diciembre del Nobel de Literatura a García Márquez. Lo hicieron con cargo a su caja menor. Solteros cero kilómetros, no tenían zapato que los apretara en casa.

El fallecido coronel ® Nolasco Espinal Mejía, veterano de la guerra de Corea, nacido en san Pedro de los Milagros, Antioquia, quería tomarse fotos con el Nobel García Márquez. Retratarse al lado de los famosos era su forma de pasar a la historia. Era famoso por ósmosis. No le importaba adónde tuviera qué viajar para aumentar sus trofeos.

El otro paisa es Nacho Martínez, residente en Nueva York, «made in» Santa Rosa de Osos, tierra fácil para producir chorizos, pandequesos, poetas y monseñores, en ese desorden.  

Nacho fue  a hacer las pertinentes relaciones públicas ante los rostros de madera de la Academia sueca con el argumento de que para ganarse el  Nobel al que aspiraba con un libro sobre monseñor Miguel Ángel Builes, primero había que echarse al bolsillo al severo sanedrín nórdico que adjudica la opípara bolsa.

Muchos años  después frente al “pelotón de fusilamiento” del olvido, el coronel Espinal, experto en la lucha a machete cuerpo a cuerpo,  siguió viviendo de su biografía y de sus nostalgias. Por la época del Nobel a García Márquez, Nacho dirigía un programa de radio de RCN en la Gran Manzana. Y vendía ricuras paisas en su restaurante El Triángulo de Nueva York.

Espinal iba a bordo de una bufanda descomunal que casi le daba la vuelta a la manzana. A Nacho no le entraba ni el magníficat, meteorológicamente hablando, con su liquiliqui boyacense: una ruana blanca toreada en mil heladas neoyorkinas.

En su maricartera, al coronel Espinal le cabía de todo.  Llevaba hasta fotocopias de sus condecoraciones bélicas. Nacho llegó al gélido Estocolmo de largas noches y días mínimos, con un carriel de piel de nutria jericoanao en cuyos bolsillos misteriosos llevaba el secreto para preparar la segunda trinidad bendita: la bandeja paisa, en su restaurante que era algo así como la ONU de las empanadas antioqueñas en esa época.

Se decidió por el negocio de comida cuando descubrió que a los colombianos les encanta alimentarse de nostalgias. Con ese cuento no se llenó de plata porque siempre despreció a aquellos pobres diablos que lo único que tienen es dinero. Pero los dividendos que le ha reportado ese Wall Street de la gastronomía que es su chuzo, le han permitido darle al vuelta al mundo unas 79 veces, una menos que Phileas Fogg, el personaje de Verne.

De su negocio no salía el maestro Guillermo Angulo, el excónsul en Nueva York que fue el encargado por el presidente Belisario Betancur de escoger a los doce mejores amigos del Nobel para que lo acompañaran en su soledad acompañada de Estocolmo. Tal vez por esa escogencia, Gabo le decía a Angulo: “Ser buen escritor consiste en escribir una línea y obligar al lector a leer la siguiente”.  

Como el hijo de la Negra Peláez – como él mismo llama a su progenitora – no me incluyó en la lista, me tocó llegar arriando First Class de Avianca con cargo a la caja menor del noticiero Súper y de la agencia de noticias Colprensa para los cuales trabajaba entonces.

Con el inglés pedestre que manejaba, tres veces peor que el del expresidente Uribe, al coronel Nolasco no le alcanzaba ni para ponerle la mano a los taxis suecos. Se defendió con el esperanto o braille que se habla con las manos.

Habló su minimo inglés la noche que trató de convencer a unas bailarinas de estriptís del cabaré Le chat noir, de Estocolmo, de que el matutino, el meridiano y el vespertino del sexapil latino pasaba por su diminuta anatomía. (El tercer compinche en el cabare´fue el vallecaucano mayor Bernardo Sánchez, quien ennietece pacíficamente en Boston, Estados  Unidos).

Este aplastateclas en la fiesta en la Casa del Pueblo en honor de Gabo… (Foto tomado de uno de los videos que se hicieron).
 

Nacho hablaba un fluido inglés de Santa Rosa de Osos. Decía thank you o bye-bye y volaban en todas direcciones pedazos de chicharrón, morcilla o chorizo. El suyo, como era el de su paisano santarrosano Bernardo Hoyos, ya recogido por el silencio, es un inglés sin aspavientos ni  pronunciaciones rebuscadas para impresionar a la galería. (Perdone usted, maestro Bernardino, por la comparación porque su pro u le daba sopa y seco a la de su paisano).

En su empeño por hacerse tomar foto con el Nobel, Espinal se ganó la fama de ser un espía de la CIA. Lloró a moco tendido cuando se filtró la sospecha de su espionaje. Sólo cuando fue absuelto de cargos por el entorno del iluminado de Aracataca, le volvió el alma al cuerpo.

Como era mi compañero de habitación en el Amaranteen Hotel para ahorrar costos, juro por los cucaracheros que hacen nido en nuestro balcón, que nunca le ví arrestos de espía, una de las formas de la traición. Lo único sospechoso que le vi fue que todas las noches dejaba lista la maleta para huir en caso de emergencia. Guerra avisada… De la maleta solo quedaban por fuera él y su piyama.

El diminuto Nolasco se colaba en los más inverosímiles lugares adonde iba el Nobel García Márquez, sin tarjeta de invitación. Fue algo así como el enviado especial de su colega el coronel Aureliano Buendía a la tierra del frío y de Olafo, El Amargado.

Además del grado militar, a los dos les tocó esperar en vano: la pensión nunca le llegó al coronel Aureliano y Nolasco nunca alcanzó el generalato. Le faltó ropita y un poco de aristocracia. Y esa no se la daba su condición de nacido en San Pedro donde hizo la primaria en frío…

El protagonismo de Nacho Martínez, de bigote dalilesco,  era diferente. En su condición de cantante de ópera rock, otro de sus “modus comiendi”, llegó repartiendo sonrisas y besos, y agitando su sombrero bombín, ametrallado de escudos de todos los países. En par segundos, era de los más conocidos entre la pandilla de Macondo. En un santiamén se hizo conocer de la élite del Grand Hotel donde se alojaban Gabo y  su séquito.

Nacho fue el primero en descubrir que la música que tocó la orquesta en honor del Nobel durante la entrega de los premios, era el Intermezzo Interroto del concierto para orquesta de Bela Bartok, el músico preferido de don Gabo.

Y si el coronel hablaba  hasta dormido contra el general Camacho Leyva que le embolató las charreteras, Nacho habló más de Monseñor Builes, obispo de su tierra natal que del Nobel de Aracataca.

La explicación es fácil: con un libro que dizque pensaba escribir sobre Builes, daba por hecho que sería el segundo Nobel colombiano. Ni siquiera respetó el turno de dos ilustres paisanos suyos con más méritos: el fallecido transeúnte Rogelio Echavarría y el poeta Darío Jaramillo Agudelo, felizmente vivito y coleando. Lo cierto es que entre los dos, sin conocerse, calentaron el frío diciembre sueco. (Esta nota ha sido actualizada).

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