Por Óscar Domínguez Giraldo
En este extraño mundo de Subuso en que vivimos es lícito preguntarse por qué cuando el 31 de agosto, hace 25 años, enterramos a la Princesa Diana, muchos mortales dejamos correr una furtiva, pero nos quedamos impávidos cuando pocos días después, el 5 de septiembre, el satélite nos trajo la noticia de la muerte de Madre Teresa de Calcuta (Agnes Gonxha Bojahxiu, su nombre de soltera).
Mientras llegan las rectificaciones, aventuremos explicaciones. Dolió la muerte de Diana de Gales, churro del gajo de arriba, porque estaba a punto de lograr la esquiva felicidad al lado de su «machucan boy’s» egipcio, Dodi Al Fayed, después de haber mandado pa’l carajo al Príncipe Carlos, ascendido -lor fin- a Carlos III a la muerte de Isabel II.
La felicidad de Diana era la de todos sus súbditos. Si no alcanzamos la felicidad, el dinero ni la fama, está bien que los mitos que inventamos los logren.
Canonizada por el papa Francisco, Madre Teresa, suspiro de Dios, churro de los del gajo de abajo, era la felicidad en unos cuantos kilos. Su alegría surgía de cumplir ese difícil arte de darse al prójimo. Ella veía un pobre y se le arreglaba el semestre.
Diana también se daba. Así en la noche regresara a una cena íntima plagada de paparazi en el Ritz, de París, de donde salió para su vuelo final. Madre Teresa permanecía cerca del menú cero estrellas de sus paupérrimos calcutenses. Ella alcanzó en vida la verdadera inmortalidad que consiste en ser amado por mucha gente anónima, según Freud.
La virtud de Diana radicó en que pudo haberse gastado su «yet-setismo» en ella solita. Pero no. Dejaba que se le saliera la Madre Teresa que llevaba por dentro.
A propósito de amor, recomendaba la mística española Santa Teresa: “Ama hasta que te duela; si te duele, es la mejor señal”.
¿Por qué tuvo más prensa la Rosa de Inglaterra, inmortalizada en las exequias por el piano y la voz por Elton Jones, que Teresa de Calcuta? Tal vez porque es más fácil ser princesa Diana que Madre Teresa.
Me explico, Federico. Los hombres soñamos casarnos con una princesa encantada. Y, sin dárnoslas, somos príncipes azules de algún corazón femenino. En este desorden de ideas, nos agradaría más ser protagonistas de una boda inverosímil en la abadía de Wesminster de nuestra barrio que tener que cargar ladrillo para los leprosos de Madre Teresa en Calcuta. Es más difícil la caridad que la vanidad.
Cuando se produjo la muerte de Madre Teresa, la prensa continuó ocupándose de Lady Di. En los noticieros de televisión, Madre Teresa aparecía después del primer corte de comerciales, o en el pasa del periódico. Coquetería mata solidaridad.
De lejos, esta nota, jerárquicamente, debería llamarse Teresa y Diana. Pero no. Está bautizada al revés. Chanel No. 5 derrota Pachulí No. 1. (En Harrods, la célebre tienda para millonarios propiedad de la familia de Al Fayed, los maridos compran la ropa íntima para sus amantes. Para sus esposas, la compran en Mark & Spencer, algo así como el San Victorino bogotano, o El Hueco de Medellín. Alguna vez pasé por Harrods, no como cliente, faltaba más, sino como miembro de la familia Miranda).
Diana era pobre con plata. Madre Teresa fue siempre una rica sin dinero. Ambas volvían plata lo que tocaban para la causa común de los divorciados de la fortuna.
De los que madrugamos a “patiarnos” la boda y las exequias de Diana, ¿cuántos nos quedamos roncando el día del sepelio de la santa albanesa? Averígüelo, Vargas, patrono de los encuestadores.
Diana viajaba en first class. Madre Teresa volaba arriando first class. Contaba el fallecido cardenal López Trujillo que al final de los vuelos internacionales la «mínima y dulce» Teresa recogía la comida que los pasajeros no consumían para llevársela a sus pobres.
López Trujillo, enemigo personal del condón, reveló un pecadillo de ínfima lagartería de Madre Teresa: accedió a que las autoridades indias le facilitaran pasaporte oficial sólo porque de esa forma, cuando salía del país, podía trabajar mejor por sus «vaciados».
Un pintor hecho en Medellín, Luis Fernando Mesa (q.e.p.d.), fue el único que hizo reír una vez a la Madre Teresa, cuando la visitó en Calcuta. Mesa se arrodilló y besó los pies de la frágil monjita. Con su barba le hizo cosquillas. Como los santos con o sin canonizar también ríen, la Madre Teresa se destornilló de la erre.
Desde ese mismo día, Mesacé, la empresa de la familia de Mesa, vendió más maletas y el propio Luis Fernando logró pintar mejor. Si el Vaticano hubiera necesitado dos milagros más para la canonización habría podido empezar por aquí.
Las dos, Diana y Madre Teresa, ya tienen altar perpetuo en el corazón de sus devotos que tenemos la opción de convertirnos en las Dianas y las Teresas, así sea de nuestro propio barrio, de la cuadra. O de nuestra propia casa. La caridad empieza por nosotros.
Sería una forma de velar porque sigan vivitas y coleando estas dos llamas al viento, que nunca se apagarán, para decirlo a dos manos con Elton John y con el poeta Barba Jacob. (Estas líneas han sido sometidas a latonería y pintura).