Por Oscar Domínguez Giraldo
No voy a dejar pasar por alto el cumpleaños de María Teresa Moreno, hoy espléndida abuela, a la que la ve uno hoy en Grecia, mañana en Barcelona, París… después desde cualquier lugar del mundo
María Teresa, para los que acaban de llegar a nuestra sintonía, fue la secretaria de la dirección de la agencia de noticias Colprensa, desde sus inicios. Creo que desde antes.
De ella se podría decir, rebándome un beso por ahí: “María Teresa, en cuya frente a la eficiencia y la discreción empiezan”. Faltan adjetivos para resumir su pilera.
Un día como hoy de su cumpleaños, los que fuimos sus jefes en Colprensa hacemos fila para chantarle un pico virtual de felicitación. Hablo de Jorge Yarce, fundador y primer director, Orlando Cadavid Correa, Alberto el Negro Saldarriaga Blanco y este aplastateclas, todos vivitos y coleando.
Después, María Teresa fue fichada por César Mauricio Velásquez que se la llevó para la Secretaria de Información de la Presidencia, donde sus sucesores la ratificaron. Que lo diga John Jairo Ocampo. No era para menos.
Directores y gerentes de los diarios de Colprensa que la conocieron, tampoco ahorraban elogios. MaríaTe hacía de todo y todo lo hacía bien. Eso sí, no le daría una recomendación para ningún trabajo: que trabajen los esclavos.
Alguna vez le escribí las líneas que siguen en la que narro detales de un almuerzo al que fui invitado, no mucho después de haberme retirado de Colprensa. od
Teresa, salud.
Para que no creas que estás hablando con cualquier patinchao te cuento que este pensionadito estuve en un foforro con cardenal a bordo. Todavía la mano me huele a incienso y a indulgencias plenarias porque tuve el privilegio de estrecharle los cinco claveles a Nos Cardenal Pedro Rubiano, el que se apropió del símil del Elefante para dañarle el cuatrienio a Samper. (No ver que entró plata ilícita a una campaña es como no ver que hay un elegante en el jardín de la casa. Digo que se apropió porque fue otro monseñor el que la dijo).
El foforro fue con motivo de los 30 años de una revista que no se lee un preso: Vida no sé qué, de monseñor Guillermo Agudelo. Cuando estaba en la dirección de la Colprensa, monseñor me invitaba a opíparos almuerzos en la Nunciatura para hablar sobre el óbolo de San Pedro, o sea, el arte de meterle la mano al dril a los fieles católicos. Yo no paso de dos mil pesitos cuando me pasan la ponchera. Dios me perdonará tanta tacañería, es su oficio, dicen
En esa reunión, en la sede de la Academia de Historia Eclesiástica, me encontré con varios personajes:
Humberto Arbeláez Ramos. Al principio no me reconoció cuando lo saludé y le extendí la mano. Pronto me recordó y me preguntó para que no me cupiera la más mínima duda de quién sabía quien era yo y quién es él: «¿Qué tal está Ignacio (Ramírez)?». Y adiós Alzeihmer. Por cierto, Humberto fue uno de los que mencionaron en voz alta como uno de los ilustres laicos que han contribuido a la buena salud de la revista, que no he leído ni espero volver a leer.
La sede de la revista, para que te enteres, está en pleno Chicó, en un edificio pomposo (el Rubens) con bella vista sobre el estrato seis de la capital. Con Humberto volvería a departir luego, a la hora del vino para celebrar la ocasión despachando unos ricos pasabocas que no alcanzaban, sin embargo, a remplazar el almuerzo ¿Será que tendré que irme a Niza IX a almorzar rico, con la sazón de Gloria Luz?, me pregunté.
Cuando hablaba con Humberto se acercó el maestro José Salgar. Humberto me lo presentó. (Me lo han presentado como diez veces pero el Mono no se acuerda del suscrito. Yo sí, claro. Aproveché para preguntarle algo que me intriga de vieja data: Don José, ¿cómo es el asunto ese de que usted le dijo a García Márquez que había que torcerle el pescuezo al cisne?
Respuesta: Lo que dije fue que no había que confundir periodismo con literatura. Que hiciera una cosa u otra. Gabo decidió llamar a esto “romperle el pescuezo al cisne”. No seré yo quien lo rectifique. Y don José siguió la charla con Humberto.
Otro ilustre conocido que saludé fue al actual rector de la Universidad San Martín, en Lima, Perú. Nada más ni nadie menos que el profesor Camilo Orbes Moreno, quien después de sus 70 años, sigue en la brega. Me contó que había llegado la noche anterior solo para asistir al evento, pues él es alto directivo de la Academia Eclesiástica de Historia a la cual no pienso pertenecer porque me faltan ropita, conocimientos y ganas.
De esta academia es presidente nuestro anfitrión, monseñor Agudelo. Cuando Camilo me dijo en las que andaba, de rector, lamenté no tener hojas de vida para entregarle. Quedé de enviársela por correo electrónico. De pronto me cae bien una temporada tomando pisco en el Perú. Uno nunca sabe. Lima es una ciudad medio londinense, de cielo siempre plomizo. (No me creas en materia de colores porque soy daltónico, por la gracia de Dios). Mejor dicho, Lima tiene el color del profesor Antonio Panesso Robledo y Bernardo Hoyos juntos. Muy elegante estaba el pastuso profesor Camilo, un ducho en raíces griegas y latinas. Ignora que lo importante no es saber latín, sino haberlo olvidado, decía el mentado Panesso Robledo.
Pero estaba demorado para llegar a otra de las personas que saludé. Doña CdHS, columnista de Colprensa, y su distinguido esposo. Ambos muy bien embalsamados, perdón, muy bien conservados. Cuando me acerqué a saludar a la ilustre dama me dio la mano como me la daban las suegras de mis novias, de lejitos, como para que no le fuera a coronar el cachete por la vía de algún beso. Me sorprendió tanto la distante tendida de mano que no tuve otra alternativa que decirle: Bueno, mi señora, este pequeño saludo es a la vez despedida. Que le vaya muy bien. Y me sonrió con su sonrisa estrato diez (las seis de rigor y las otras cuatro por cuenta de su señorío pastuso). Su marido, el doctor H., fue uno de los oradores. Su intervención me dio oportunidad de dormir unos cinco minuticos. Los pensionados no respetamos pinta a la hora de roncar.
Pero todavía faltan algunos ilustres por reseñar.
Que no falten Antonio Cacua Prada y el doctor Horacio Gómez Aristizábal, “sacochiquito”, ambos los dos juntos el par miembros de la Academia Eclesiástica y de todas las Academias. Gracias a Cacua, soy miembro de una sociedad que se encarga de difundir el pensamiento del general Bernardo de O’Higgins. Sé tan poco del general que ni siquiera creo haber escrito bien su nombre. Con Cacua y Gómez la cháchara fue al final, durante el coctel. No sé cuál de los tres corría más a llenar el vaso de vino blanco o a caerle a los pasabocas, porque era la una en punto de la tarde, y todos esperábamos que nos invitaran a pasar a la mesa. Pero no hubo tal.
De pronto, el doctor Horacio pronunció una frase que en principio me estremeció: “Antonio y ‘doctor’ Oscar, los invitó a almorzar”. El asunto me conmovió porque alguna vez, en compañía de mi hija, fuimos “víctimas” de una invitación a almorzar en su oficina. La comida la pidió a un restaurante cercano a su bunker, en la calle doce con quinta. Eran de esas comidas que sirven en utensilios de icopor y que incluyen una servilleta “asesinada” o partida en cuatro, con un palillo atravesando cada parte de la servilleta. A pesar de que la Cotela y yo tenemos estómago de reporteros, salimos de su oficina expeliendo algunos ruidos un tanto raros y olorosos. Mejor dicho, el buen abogado penalista nos mandó peyendo para la casa.
A la oir la invitación reviró en un ya el historiador Cacua: “Te aceptamos irrevocablemente. Yo pongo el restaurante”. Me pregunté para mí mismo, todavía desconfiado: ¿Qué se puede esperar gastronómicamente de la invitación de un miembro de la Academia Eclesiástica? Pero acepté para ahorrarme lo del almuerzo en casa. Cuando se está pensionado hay que tomar toda clase de precauciones porque un mes se hace muy largo. Como sabrás, a los pensionados nos pagan cada 30 días. Y al final del mes, no hay con qué envenenar una cucaracha en casa…
Como gente bien educada, nos fuimos a despedir del anfitrión, monseñor Agudelo, un paisano mío. Me dijo en la despedida: “Espero una buena nota, eso sí, bien seria. Y que sea para El Tiempo”. Le dije que sí porque el “anfi” siempre tiene la razón. En ese momento aproveché para despedirme de doña C., muy elegante ella.
Resumamos porque este ladrillo va para largo. Cacua se lució porque nos invitó al “Piccolo Café”. Descansé. El fantasma de la servilleta “fusilada” por un escueto palillo despareció. Entramos y de una fuimos pidiendo. Gómez se fue por la vía de una trucha. Cacua y yo optamos por un osobuco.
No hay felicidad competa porque el penalista Gómez Aristizábal le preguntó al mesero: “Ala, puedo pagar con cheque?”. Se me enfriaron las que sabemos. “Vea, pues, ahora vamos a tener que pagar en vaca”. El hombre le respondió que podía pagar con cualquier cosa, menos con el bendito cheque.
Y seguimos con la cháchara. Cacua nos habló de los 45 libros que está escribiendom al mismo tiempo y Gómez de los pillos que está defendiendo. Yo paraba la oreja. En fin que comimos rico, me invitaron a dos o tres jartas futuras reuniones de académicos, dije que sí (el anfitrión siempre tiene la razón), despachamos un delicioso postre, que no falte el café. Yo no hacía sino pensar sino en la cuenta. Gómez la pidió y se la trajeron. El hombre, sin parpadear sacó un fajo de billete y echó en la mesa tres billetes de 50 mil. Respiré hondo. Pedimos otro café, hasta que el anfitrión dijo: “Bueno, ustedes, pensionados, como que no tienen nada qué hacer. Yo sí”. Y levantó la sesión.
La manifestación de tres se disolvió pacíficamente, informó la estación de policía del Chicó. No te quito más tiempo, empleada. Yo salí a coger mi buseta. Odg