El humor nació en agosto

Foto Klim, Lucas o Lukas, en blanco y Buña (tomada Las 2 orillas).

Por Oscar Domínguez Giraldo

Cumplía año el 6 de agosto, el mismo día que su ciudad, Bogotá. No es ninguna audacia afirmar que ha sido el humorista más importante que ha parido la tierra Locolombiana.  

Hace un montón de años (parece que fue mañana), Lucas Caballero Calderón, Klim, abrió el paraguas e ingresó a la inmortalidad (15 de julio de 1981) llevándose consigo la receta de humor más demoledora que «lengua mortal decir no pudo». Hemos debido sacarle una cría al eterno “enfant terrible”.  

Escribía como los dioses, si a los dioses no les diera pereza escribir. Esa minucia se la dejaron a los mortales.  

A Klim le bastaban su levantadora perpetua, piyama eterna, máquina de escribir, dosis personal de soledad, que no falte la timidez, pantuflas de abuelo, televisor en blanco y negro (blanco y Bula, decía en alusión a un político cordobés), dos escuálidos dedos índices que le dieron un master en chuzografía, tinto o su pariente rico el whisky, mucho cigarrillo, pocos kilos que lo asimilaban a un Don Quijote liberal, chivera, y unos ojos vivarachos que, como lupas, penetraban en los intríngulis de la vida diaria.  

Todo esto adobado con dignidad y mucha información, de la común y corriente, y otra privilegiada, que manejaba para hacer sonreír, pensar y asombrar a sus lectores. Y temblar a los poderosos, que pagaban escondederos a peso cuando el escritor se ocupaba de sus pecaminosas biografías.  

No sólo era dueño del más irónico y devastador humor. También era un escritor castizo de altísimo turmequé. Conocía los recovecos del idioma como el que más.  

En realidad, no sabe uno qué admirar más en el maestro: Si su sorprendente sentido del humor, su exquisita factura literaria, su integridad a prueba de balas, o su valentía para denunciar los lapsus de los del gajo de arriba a quienes les afrijolaba alias demoledores como Stay Free (Jorge Mario Eastman) Sanitario (el exministro Cepeda), Pinina (Alberto Santofimio Botero). No tenía pelos en la lengua y muy pocos en la cabeza a la hora de garrapatear sus cuartillas que eran –son- siempre, un exquisito manjar.  

Lucas, su hijo único producto de los toques de queda que siguieron al 9 de abril, escribió en el prólogo de “Yo, Lucas”, que su taita “llena una serie de calidades humanas que sólo he visto en los niños, los vinos y las frutas”.  

Klim decidió convertir a doña Isabelita Reyes, nieta del general Rafael Reyes, la mamá de Lucas, en su mejor amiga… y se separó de ella.  

Fueron famosas las columnas de Klim en El Tiempo donde colaboró por espacio de 37 años, El Espectador y Cromos. Lo esperaban hasta el último segundo del cierre para que tuviera la caridad de dejarse venir con su maná literario. Esos medios, sin Klim, eran como un ajiaco de pollo sin pollo.  

Patentó una forma exclusiva de hacer humor y arrojó la receta al mar. Sólo una persona escribía como él: él mismo. Se descubrió la movida cuando trabajaba en El Espectador, y de El Tiempo lo invitaron a que escribiera también, pero con seudónimo. Finalmente, don Gabriel Cano, director de El Espectador, lo pescó con las manos en la masa del mismo humor. Cuando le exigieron que se decidiera, optó por el diario del santoral donde pagaban mejor. Ante todo, pragmatismo.  

El día de su muerte un exanónimo infarto intestinal masivo sacó de la circulación al hombre que bajo la razón social de Klim se convirtió en vigilante implacable y sonriente de la pública moralidad.  

Klim paró el cronómetro de su impecable e implacable vida 15 días antes de cumplir 73 años. Desde temprana edad, madrugó a vestir el traje de luces del humor como certera escenografía para decir estéticas verdades.  

El célebre escritor murió a muchas cuadras de su apartamento de cartujo urbano, donde sólo recibía familiares y amigos de sus entretelas.  

Por la Funeraria Gaviria que se encargó de prepararlo para el viaje eterno, desfilaron durante la velación sus prójimos más próximos y más remotos. Un señor gordo, como fugado de un cuadro de Botero, hacía presencia en nombre de los millares de lectores anónimos – amigos que no conoció- que disfrutaron y se enriquecieron con su prosa.  

Una rubia cuarentona que encontré en un ascensor, se estremeció cuando un compañero de claustrofóbico y fugaz vuelo, le dio la pésima nueva de la muerte de Klim en la Clínica de Marly. “Ay, no”, gritó la incrédula dama que se echó más de una bendición en señal de duelo.  

Su hermano el novelista Eduardo Caballero recuerda en algún prólogo que «como el niño con un juguete nuevo, el humorista todo lo tiene que desbaratar y volver pedazos para saber lo que tiene por dentro». 

También dijo que «Lucas es tal vez el más libre, el más acendradamente liberal de todos los liberales colombianos». 

Era propiedad privada de todo el que lo había leído. Era la voz de los que no tienen emisora y la rotativa de los que no tienen periódico. Era imprescindible como el agua y la luz. Don Lucas era un servicio público más.  

El día de su muerte los transeúntes comentaban la noticia que filtró la radio como si fuera una final de fútbol. Y hacían cabriolas mnemotécnias para recordar el último escrito de Klim en El Espectador el 13 de junio de 1981. Sus últimas palabras en ese escrito en el que hablaba de la inauguración de la antena de Chocontá, no tienen mucha poesía: “… con el patrocinio de la Embajada Italiana y de Pastas Doria”.  

Las oficinas de redacción empezaron a trabajar a media asta para lucirse en sus emisiones y ediciones del día siguiente.  

Otro contertulio próximo al árbol genealógico del fugaz técnico en estadística durante la Contraloría de Plinio Mendoza, y archivero en el Ministerio de Obras, sus dos únicos cargos públicos, contaba que se necesitó mucho forcejeo para instalarlo en su habitación de la Marly el 13 de junio a la nada torera hora de las 6:30 de la tarde.  

Tal vez no quería desprenderse de la “Underwood” que heredó de su padre, el general Lucas Caballero. El mismo biógrafo improvisado de Klim, mientras coleccionaba toda clase de pésames, contaba “urbi et orbi” que su tío tomó el seudónimo del ruido que hacía la máquina cuando devolvía el rodillo.  

Los ejecutivos de la leche Klim se pusieron felices con semejante comercial gratuito, y ordenaron leche a perpetuidad para el niño Luquitas, quien sería una pluma de tan alto vuelo como su padre, según “Salmonete”, la chapa que le puso Daniel Samper.  

“Klim no era un solitario. Se rodeaba de pocos amigos por timidez. Además, tenía el cariño de todo el país y así nadie puede sentirse solitario”, declaraba el mismo “Salmonete”.  

Otro alto heliotropo presente en la Gaviria fue Hernando Santos Castillo, director de El Tiempo. Hersán, viejo amigo y examigo de Klim, comentó que la timidez lo mandaba al sanitario cuando llegaban sus admiradores o admiradoras.  

Decía Santos, el de los editoriales “de veras iluminantes”: “Uno no puede sino sorprenderse por la muerte de un hombre que fue su amigo. Como amigo era bueno, como enemigo, espantable. Como escritor el mejor del país”.  

Tan “amigos” eran que Santos fue el comisionado para pedirle a Klim, a nombre del periódico, que dejara de despotricar del gobierno por algunas semanas a ver si el presidente López no botaba el puesto. Klim prefirió renunciar a El Tiempo antes que silenciar su pluma, crítica implacable de López y sus alegres muchachos-vástagos.  

Años después, El Tiempo, en otro editorial “iluminante”, hizo una revisión de Klim. El mea culpa del santoral termina con inspirado acento:  

“La pérdida de su columnista estrella le enseñó a este diario que los periodistas no deben dejarse llevar a la condición de cogobernantes. Pueden ser interlocutores del poder, pero no les corresponde solucionar situaciones que escapan a su órbita o que los obligarían a actuar contra los principios de independencia de la prensa, que son pilar de la democracia. El Tiempo pagó con su credibilidad tan equívoca decisión y hasta hoy sigue lamentando la ausencia de Klim de sus páginas editoriales”.  

El mea culpa es tan bueno que si no fuera tan extenso podría servir de epitafio de Klim. Lucas Caballero, hijo, el “chino” Juan Estaban Constain y Ana Cristina Mejia, en buena hora se encargaron de hacer una antología de la obra de don Lucas bajo el título: “Klim ciento por ciento” (editorial Debate). La mamá grande para el que se la pierda.  

Lustros después no hay más remedio que reencauchar a Sócrates quien increpaba a sus pupilos llorosos, antes de que se metiera su dosis personal de cicuta: “Yo no me voy. Se va mi cuerpo”. Descanse en la paz de su humor, Don Lucas, un autor para antes, en y después de la pandemia. 

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Klim, Lucas o Lukas, en blanco y Buña (tomada Las 2 orillas). 

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