Voces que se pierden en el éter de la austeridad

La radio inspiradora. Foto La Información

Pablo Piccato

México hizo mucho ruido durante el siglo XX. Algunas de esas vibraciones suenan lejanas, como la voz de Porfirio Díaz leyendo su carta a Edison, o una pianola temblorosa reproduciendo los valses que enloquecían a la sociedad respetable prerrevolucionaria. Tal vez no queda ya un registro de los cañonazos de la Revolución (¿quién se iba a detener a grabarlos?) pero apenas se asentó el polvo, en los años 20, apareció la radio, cuyos micrófonos insaciables capturaron todo tipo de sonidos y los mandaron a receptores en salas y esquinas de buena parte del país.1 Así se pudo escuchar, en la primera transmisión, un poema del estridentista Manuel Maples Arce, y más adelante los discursos y testimonios en el juicio de José de León Toral por matar a Álvaro Obregón. En teatros y radios se grabaron las voces de la admirada María Conesa y el prematuramente muerto Guty Cárdenas, y orquestas enteras de músicos que tal vez tocaron con cierta desconfianza frente a esos aparatos modernos que parecían querer suplantar a sus audiencias, aunque en realidad las multiplicaban. 

Las concesiones oficiales de ondas hertzianas le permitieron a estaciones de radio privadas reclutar músicos nacionales y popularizar géneros como el bolero, que ya se oían desde el siglo XIX. La primera radio, que transmitió en su inauguración al poema de Maples Arce y “Estrellita”, tocada por Manuel M. Ponce, estaba afiliada al periódico El Universal; la más exitosa desde los primeros años fue la XEW. Valses, jarabes, rancheras, boleros se empezaron a escuchar por todas partes. Así nació una industria cultural, la de la música mexicana, que resonaría por otros países del continente y daría de comer a tantos artistas brillantes. Gracias a esa industria desembarcaron en México músicos cubanos, españoles, argentinos. Dámaso Pérez Prado y su orquesta, por ejemplo, transformaron las formas del goce aquí y en el resto del mundo con sus audaces pausas, percusiones y trompetazos. Desde el cabaret, cantantes y bailarinas exóticas le dieron cuerpo a esos ritmos y tendieron un puente muy transitado entre la radio y el cine. Al mismo tiempo, las rancheras convirtieron la nostalgia por lo rural en un fenómeno continental, mientras que los boleros recordaban a los oyentes de horas nocturnas y deseos menos nobles. Agustín Lara, Pedro Infante, Tin Tan y otros artistas del teatro, la carpa y la radio llegaron al cine e hicieron posible el éxito de esa otra industria cultural mexicana del siglo XX. 

Junto a esta música original y de gran riqueza en géneros, ritmos y textura se escuchaban anuncios comerciales que a veces eran verdaderos poemas. Salvador Novo supo hacer dinero de lo que Maples Arce veía como una provocación vanguardista, la poesía en la radio. De vez en cuando se escuchaban voces más sombrías. Lázaro Cárdenas usó la radio para ganarle la partida a Calles a principios de su sexenio, y para poner de su lado al entusiasmo nacional cuando expropió las compañías petroleras. 

Al mismo tiempo que prosperaba esa música pecaminosa y popular fue creciendo el espacio para la música sinfónica y de cámara. Nuevos ensambles ejecutaban a los grandes compositores del pasado europeo, que cobraban así otra vida en lugares que para ellos hubieran sido inconcebibles. Se iban formando públicos más amplios, que esos compositores no hubieran imaginado, producto como eran en una época de colonialismo que apenas ocupaba a las multitudes ficticias y orientales como escenografía en óperas como la Aída de Verdi. Quedan grabaciones que son testimonio de los ejecutantes, maestros, compositores y directores que fueron surgiendo en el siglo veinte en México. Algunos, como Julián Carrillo, hicieron de todo y hasta crearon orquestas que eran a la vez emblemas de nacionalismo y del gusto cosmopolita. Tal vez la preferencia de esas audiencias mexicanas por las sinfonías de Beethoven reflejaba el esfuerzo heroico que significaba esa reunión de escuchas y músicos para reactivar sonidos complejos y evocativos que venían de otra parte. 

Muchas de esas transmisiones salieron al aire y no fueron grabadas. Nos quedan transcripciones del juicio de Toral y el poema de Maples Arce, que evoca la evasiva cualidad del sonido: 

Las antenas insomnes del recuerdo
recogen los mensajes
inalámbricos
de algún adiós deshilachado. 

Con el tiempo la grabación en cintas magnéticas se fue haciendo una rutina. Era útil para repetir programas radiales y para preparar las pistas sonoras de películas. Quedaron también discos, los que estaban a la venta en shellac, acetato y otros materiales y los que guardaban las compañías como imprimir nuevas copias en metal. En los años 60 las grabadoras de cassette se hicieron más baratas y así quedaron registradas y circularon los corridos de Chalino Sánchez y las tocadas de rock n’ roll a las que la radio no dio lugar hasta que el potencial económico del género se hizo evidente. 

El hecho de que todavía podamos escuchar esos sonidos es casi un milagro. Muchos no fueron nunca grabados. Muchas grabaciones acabaron en colecciones particulares de cuya existencia es casi imposible saber nada hasta que, tal vez, un heredero las encuentre tiradas en medio de cajas de archivos familiares. Y muchísimas de esas cintas magnéticas se perdieron por causa de la humedad o el calor. Otras acabaron en la basura porque su valor parecía disiparse a medida que fueron cambiando las tecnologías para grabar y almacenar el sonido. Con el paso de los años, la pérdida de material sonoro se fue acelerando porque no existía, ni en las instituciones ni entre la iniciativa privada, la preocupación por reunirlo y conservarlo sistemáticamente. 

Esta negligencia es fácil de explicar, pero difícil de revertir. El ruido del siglo XX era tan denso y tan extendido por los espacios de la vida cotidiana que parecía innecesario capturarlo y ponerlo en la congeladora. Siempre estaría entre nosotros, como la voz de Toña la Negra o el chiflido del carro vendedor de camotes. Pero la razón principal de la negligencia fue la prioridad que, desde la época colonial y hasta el presente, gobiernos y élites le han dado a lo escrito y, en las artes, a lo visual. La ley y el poder existían primero en un papel escrito y la realidad sólo era completa y verdadera cuando quedaba consignada en un acta notarial, una tabla estadística o una novela de Manuel Payno. La pintura, en particular, fue una forma artística de importancia central para el gobierno revolucionario y sus aspiraciones de perdurar en la historia. De los muralistas en adelante, el capital cultural de la nación se medía en colecciones y arte público. Las imágenes prehispánicas adquirieron un valor nuevo a través del enciclopedismo de Diego Rivera. La letra escrita y las imágenes, por otra parte, eran más fáciles de conservar. Entre los efectos de esa preferencia por lo escrito está la completa dependencia de archivos y bibliotecas que sufren la historia académica y oficial. Por mucho tiempo no podía imaginarse la historia sin pensar en los documentos del pasado. 

Yo me di cuenta de esa dependencia cuando pude escuchar las cintas magnéticas que contenían el programa “Cuidado con el hampa” en la Fonoteca Nacional. Cada programa empezaba con una cortina musical de jazz y el sonido de sirenas, como para anunciar que era al mismo tiempo oficial y risqué. El lema era: “prevenir a la sociedad contra la delincuencia es servirla. Mensaje de difusión y orientación a la ciudadanía de México con datos proporcionados por nuestra policía en voz del destacado actor José Gálvez”. Los episodios eran una verdadera enciclopedia práctica de los peligros que enfrentaba el ciudadano, describiendo los personajes y los procedimientos del crimen. Los primeros incluían a piñeros, retinteros, guitarreros, gitanas clarividentes, concheras, tanderos, nagualeros o cacomixtles, y otros oficios criminales definidos por ciertas habilidades y procedimientos para despojar al inocente de sus bienes. Estos procedimientos incluían varios timos: “del cartero”, “de la portera”, “del casimir inglés”, “del traspaso del teléfono”, “del billete de lotería”, y otros guiones utilizados por los delincuentes. El programa iba expandiendo las advertencias más allá de la delincuencia definida tradicionalmente, y llegaba a recomendar a los oyentes “cuidado con los novios de la criada”, con “los agentes de las funerarias”, y hasta “cuidado con sus hijos”, que a cierta edad son propensos a “sumergirse dentro de la delincuencia juvenil”, son llevados “al despeñadero” por alguna mujer, o asisten a “cafés existencialistas” que “tienen como atractivo la ejecución del jazz” y llevan a la delincuencia. 

A pesar de citar constantemente fuentes oficiales, el programa también contenía una descripción crítica de las prácticas delictivas del “falso policía judicial”, de los “malos policías preventivos” (que obtienen ganancias como dueños de casas de asignación, cabarets y lupanares, y hasta han sido “porteros uniformados de algún prostíbulo”) y de los personajes que “merodean las delegaciones” y dicen a los ciudadanos: “Yo soy amigo del agente del MP y su problema se puede arreglar en dos minutos”. No se trataba de paranoia, sin embargo, sino de una lista que tenía que ser exhaustiva para ser útil. Escuchar las grabaciones del programa me permitió formular una de las ideas centrales de mi último libro. No hubiera llegado a ella de haberme basado solamente en documentos oficiales. 

El crimen era un fenómeno moderno para los radioescuchas de “Cuidado con el hampa” y otros programas de los que aparentemente no hay grabaciones, como “El que la hace la paga”. Había que estar al tanto de las últimas chicanas de los delincuentes y de las transas habituales de los policías si uno no quería convertirse en una víctima. Para sobrevivir en la ciudad moderna, llena de esos peligros nuevos, la radio era necesaria, junto con la nota roja y las novelas de detectives, para que cada ciudadano adquiriera lo que he llamado el alfabetismo criminal: ese saber útil en la vida cotidiana pero que no se enseñaba en las escuelas; información y estrategias necesarias para poder lidiar con criminales, estafadores y mordelones. Era un saber que uno tenía que obtener de distintas fuentes y ensamblar como un rompecabezas cuya lógica residía en una mirada escéptica hacia la policía y la justicia. Su naturaleza era oral: la radio y las conversaciones con vecinos y amigos eran la fuente principal de ese conocimiento. En mi investigación pude apenas rozar esa fuente gracias a que las cintas magnéticas de “Cuidado con el hampa” fueron preservadas como parte de la colección Televisa Radio en la Fonoteca Nacional, la primera institución que en México se dedica exclusivamente a la preservación y divulgación del patrimonio sonoro. 

La Fonoteca recibió la cintas que yo oí mediante un comodato que la obligaba a cuidarlas. Esos carretes se hubieran vuelto inútiles en poco tiempo si no hubieran sido sometidos a procesos de conservación, digitalizados, catalogados y almacenados en una bóveda que mantuviera las condiciones necesarias de humedad, temperatura, protección contra bichos e incendio que son necesarias para evitar su deterioro físico y su desaparición en el silencio de “algún adiós deshilachado”. La Fonoteca también está digitalizando cuidadosamente contenidos sonoros preservados en diversos formatos de audio para que la información que contienen pueda ser preservada y compartida con investigadores y curiosos sin más esfuerzo que buscarla en una computadora y escucharla en unos audífonos. Todo ese proceso (que a mí me permitió entender mejor cómo hablaba la gente sobre el delito y la justicia en México, y que seguramente le permitirá a otros estudiantes e investigadores corregir mis conclusiones) costó mucho dinero y mucho tiempo. 

La Fonoteca se dedica a rescatar los sonidos del siglo XX y ponerlos a nuestra disposición en una casa en la calle Francisco Sosa, en Coyoacán, y en el internet. Aparte de cintas magnéticas, alberga cilindros de cera, discos de 78 rpm, de corte directo y de vinilo de 33 1/3 rpm, cassettes, DAT (Digital Audio Tape), discos compactos, audios digitales y otros de los medios utilizados durante ese siglo para capturar el sonido. Cada uno de esos soportes materiales presenta sus propios problemas de conservación: las cintas magnéticas se pegan por la hidrólisis y son afectadas por el síndrome del vinagre, los discos se quiebran, se rayan y pandean. Los soportes de formatos obsoletos, como dats, cintas de carrete abierto, discos de 78 rpm y cassettes son imposibles de escuchar a menos que la institución adquiera aparatos que ya no se fabrican y mantienen por haber perdido su valor comercial. Poder oír de nuevo grabaciones de conciertos de orquestas mexicanas en esos formatos raros o inestables es sólo una parte de la misión de la Fonoteca. Hay que catalogar todo este material para que el público pueda encontrarlo; hay que salir a buscar donaciones de más material, y seleccionar qué tiene valor entre esas cajas polvorientas que las familias de los coleccionistas quieren vender o tirar. Hay que pasar los sonidos a otros medios en la mejor calidad posible que permitan escucharlos sin desgastar los materiales originales, que en todo caso son irremplazables. Cuando una grabación de la voz de una actriz o un poeta, o una canción, por sencilla que sea, son digitalizadas se vuelven más accesibles pero también pierden algo de información, tal vez variaciones inaudibles o tal vez el gis de una grabación que no es sólo ruido sino testimonio de su antigüedad o de las condiciones en que fueron grabadas. 

En poco más de una década de existencia, la Fonoteca ha ido acumulando materiales diversos de valor histórico y artístico, voces de zapatistas veteranos y de artistas, famosos conciertos y radionovelas, radios que transmiten en lenguas indígenas. También ha obtenido los aparatos y la tecnología para hacer tratamientos de conservación, reproducción, almacenamiento e investigación de esos sonidos. Y, no menos importante, ha salido a compartir con el público grabaciones, exposiciones, videos y conferencias que sirven para poner en contexto y escuchar mejor. 

El gobierno federal tomó la decisión hace unos días de despedir a cerca de 100 empleados de la Fonoteca y continuar con recortes presupuestales que ya había empezado hace unos años pero que ahora, sin los recursos humanos necesarios, serán catastróficos. Cuando se trata de conservar materiales inestables como los que forman parte de la colección de la Fonoteca en su bóveda, una interrupción de meses o tal vez años en el trabajo cotidiano de las áreas sustantivas de la Fonoteca equivale a dictar su destrucción. Cada día que pasa sin explorar e ingresar soportes sonoros en riesgo, significa una cantidad de materiales que acaban en la basura o, en el mejor de los peores casos, en manos de un anticuario que no sabe cómo conservarlos, ni piensa compartirlas con el público. Para la historia, la memoria y el arte en México, esa pérdida no tiene remedio, son voces que se irán a menos que sostengamos “las antenas insomnes del recuerdo”. 

Pablo Piccato

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