Viernes de los perfiles: Jesús Antonio

Jesús Antonio, su vida y milagros

Por Óscar Domínguez Giraldo

Siempre estuvo tocado de vida. Vivió centímetro a centímetro. Sólo pasaba al siguiente minuto cuando había exprimido hasta el tuétano los últimos sesenta segundos. 

Lo llamaban Jesús Antonio con todas las letras. Hizo padres a don Leocadio Ochoa y a  misiá Merceditas Gómez. Nunca les falló a sus apellidos. 

Nació en Aguadas, Caldas, como el Putas, y murió, perdón, quedó encantado para siempre, un día en que hasta  el sol quedó a media asta, achilado, cariacontecido

Desocupó a tiempo el amarradero. Se hubiera atortolado con estos días que nos tocaron porque siempre vivió amenazado de vida, nunca de muerte. 

Todo el que lo conocía se convertía en su biógrafo. Sus parientes y amigos  lo recuerdan como si acabaran de hablar con él en una esquina, su principal hábitat como conversador de tiempo completo que fue.

Siempre está presente. Y vigente como un atardecer pasajero. Como esa nube que saludó y se fue. Como el viento que nos humilla con su libertad y se va.

Era un Houdini que aparecía y desaparecía como por entre un salmo de David. Su nadadito de perro y muchas de sus argucias las había sacado de sus lecturas bíblicas. 

Después de inocularle a parientes y amigos ganas de sobregirarse en vida, subía a bordo de sí mismo y se esfumaba. Le hizo el amor a la vida en departamentos cachacos y en la Costa Atlántica. Con el cambio de clima cambiaba de personalidad. Nació para no repetirse. 

Su papá Leocadio era de palabra de gallero y tenía la honradez de un reloj de sol, dijo de él uno de sus biógrafos, el finado Carlos Alberto Zapata quien tiene acciones como arroz en este perfil.  Su mamá Mercedes era sencilla y buena como un arroyo de los que cantaban en su natal terruño. Después vivirían en Arma.

Entre todos compartían el fogón de leña en el que le acusaban las cuarenta a las arepas, mazamorra, sancochos y frisoles -de pronto con coles o  sidra- que formaban parte de la gastronomía doméstica. 

Jesús Antonio fue mecido en  camacuna que era desequilibrada por mamá Mercedes con una tapa de gaseosa colocada debajo de una de las patas. 

Así quedaba pilao estremecer la  cuna para que el caguetas de turno, en ese vaivén hechizo, soñara con otros angelitos mientras despachaba el departamento de tetero tan pronto como renunciaba a ese televisor de pared que era el pezón materno. 

Como tomaba tetero o mamaba como si estuviera brindando, cuando  estuvo grande no hizo sino repetirse al chocar el bacarat con sus compinches de farra al momento de despachar un aguardiente buscaplietos con todo el que dijera pago.    

De contrabando, sus taitas le fueron metiendo a Dios y al partido conservador entre el tetero que ya pasó y el otro que viene. 

Jesús Antonio fue la suma de sus tías Carolina, Margarita,  Leonor, Rosa, Petronila y Teresa. Con estos seis eternos femeninos  aprendió las vocales y consonantes de la vida. 

Esa ruidosa manifestación de fragilidades inmediatas le inocularon el virus del negociante – común en la familia- del cual derivó su modus comiendi cuando el almanaque empezó a mandarle días que él se encargaba de llenar de audacias. 

Y de imaginación, que fue su pan nuestro de cada día. No nació pa pasarla maluco ni pa sufrir.

Llegó a la mercadotecnia por la vía rápida de los dingolongos, un mecato dulce que (tal vez) ya fue llamado a calificar servicios en esta era de la dictadura del gourmet. 

Entre sus tías se peleaban para darle «cositas» los domingos después de una misa bien parviada, de esas que incluían la confesión de algún monótono pecado de los que inventó Onán una noche que estaba solitario y jugaba al yo-yo para desestresarse. Que no falte la comunión para estar parado con Dios, el de las galletas. 

A este tempranero encantador de serpientes, sus cómplices y parientes, Carolina y Margarita, le adivinaron madera de vendedor. Y Jesús Antonio fue vendedor estrella de panelitas.  

Ellas (tías y panelitas) le enseñaron que el horizonte no es sólo para atisbarlo sino para meterse dentro de él. Y como nunca cupo en su ropa, un  buen día, sin decir adiós, sin dársele nada, se salió del cuero y se voló de la casa en busca de horizontes no sospechados.

Tenemos a nuestro caballero de alegre figura,  pegando el grito de independencia del solar materno y poniendo pies  en polvorosa, otro de los alias del incierto horizonte. 

Se largó, es cierto, pero con algún «principalito», que es la cuota  inicial de casi nada. Ese principal o plante, lo sacó de la multilocal industria de panelitas de sus tías. Famiempresa le dirían ahora los técnicos engordados en  Harvard.

Al robo continuado de lo que producían las panelitas se le mamó setenta veces siete, pero al final pudo más el Marco Polo que lo jalaba por dentro hacia otras ocasos. 

Cambió de oficio y entonces despachó como ayudante  de esas nostalgias con ruedas llamadas camiones escalera. 

Sacó un rápido master como fogonero o ayudante de bus. Hasta el punto de que en un ya distinguía la aristocracia de la banca de adelante, del proletariado integrado por los patos y músicos de la banca de atrás. 

Triunfador nato, pronto se le montó a su nueva vida. En cuestión de días, a través de algún piernipeludo sobornado con bombones, devolvió a las señoritas Ochoas, con todo e intereses, la plata con la que había desaparecido. 

Nació para ser hombre de bien. Era su ley. Su inri. Su foto podría haber sido su epitafio.

Otra costumbre que adoptó fue la de enviarle a sus prójimos más próximos recuerdos en forma de billetes. Así muchos no los necesitaran. Lo hacía para no perder la costumbre de darse a su prójimo. Nadie se enteró entonces de la forma que adoptó para darles las gracias a sus benefactores.

Como todo el que se larga de la casa, Jesús Antonio se había  hecho el propósito de regresar pero solo con harta plata entre el bolsillo. Eso forma parte de la ética de ciertos prófugos de todo el maíz.

Nada de reaparecer en escena con el almuerzo embolatado, desgualeatao,  o con algún impúdico remiendo en los cuartos traseros de sus pantalones. 

Los monseñores que no conocen a Italia, dicen que preguntando se va a Roma a ser papas. O verlos de lejitos. Después de tantos años de haberse volado, nuestro personaje, en uno de sus regresos, se las ingenió para averiguar el sitio donde vivía una de sus hermanas, Fabiola (mi suegra), ya fallecida, la de ojos tristemente hermosos. 

La descubrió con sus cuatro vástagos en quienes se repetía su mirada viva y triste en el barrio La América, de Medellín. 

Llegó una tarde de domingo. Los anestesió a todos con su pinta: vestido gris, chaleco, pantalones de bota ancha, que no falten mancornas y pisacorbata con piedra verde. 

Un anillo pluscuamperfecto con monte grueso de oro donde se amañaba un rubí, le notificaba a la humanidad que el hombre había pelechado. Un reloj inmenso que decía presente en su muñeca derecha, se encargaba de sacar los segundos del abyecto anonimato. Daba la hora hasta de la semana pasada.

Con su hermana Fabiola, la pispa, se reconocieron en sus ancestros: «¿Vos,  Jesús Antonio? Qué te habías hecho?». Algunas lágrimas que no  figuraban en el libreto  decoraron su rostro hecho para la fatiga de todos los oficios. 

En primera fila, la culicagadocracia (cuatro hijos)  se patiaba, perpleja, esta parábola del retorno. De paso, hacía fila para llegar a la tierra prometida del pecho y del beso del tío ex-ausente. 

El potentado que regresó del olvido inició su generosidad que jamás prescribió repartiendo cinco pesos “per cráneo” que dejaron una estela de dolores de estómago entre sus párvulos parientes que derrocharon la fortuna en golosinas de Támesis, recortes y otros mecatos. 

Había una incertidumbre en el ambiente: ¿Congeniaría el volátil  tío con su severo cuñado marinillo, don Eleázar Duque Salazar, dueño de «El  Zar Duque», el almacén de la Alhambra, en Guayaquil, donde por primera vez utilizó  payasos como relacionistas públicos de sus telas?

Don Eleázar, marinillo, arriero, maestro de escuela, era un buen godo, camellador y desconfiado, hasta el punto de que no se permitía lujos subalternos como sacar vacaciones o tener amigos. Poco utilizó los músculos que regalan la sonrisa. 

La locuacidad desbordante y el talante honrado de su advenedizo cuñado, le hicieron bajar la guardia, muy a su pesar. Lo admitió como interlocutor válido bajo su techo. Compartieron la mesa familiar. Se entendían a través de la locuacidad del uno y el silencio del otro, mi suegro. 

Ganada esta operación retorno, Jesús Antonio estaba listo para regresar de nuevo a la llanura, esta vez como vendedor de remedios contra los «áscarisoxiurosamebasintestinalyhepáticos» que atacaban a la población menuda.

El trotamundismo de Jesús Antonio Ochoa lo llevaría a proclamar de puerta en puerta las virtudes de Laboratorios Líster del cual fue vendedor estrella. 

Era posible escucharle esta retahíla recitada ante un ama de  casa desconfiada: 

«Muy buenos y santos días, tenga la señora. Vengo de parte de  laboratorios Líster a regalarle, más que a venderle, la salud de su  familia.  ¿El niño está barrigón? No es gordura lo que tiene su caguetas. Ese  petacón lo que tiene, mi señora, es una colección de los afamados  ascarisoxiurosamebasintestinalyhepáticos, que se han apoderado de la  criatura.  

Ese colorcito blanco-blanco de algunos de los de su casa, no es porque se haya asustado el individuo. Lo que tiene son deficiencias de glóbulos rojos, que es en lo único que podemos ser ricos los pobres. 

Pero por la pobreza tampoco se me despeluque que de los sabios  del oriente aprendí que la felicidad verdadera consiste en ser  ricos sin tener plata. Pero esa pomadita se la vendo más tarde.  

Jesús Antonio y Olga (Del archivo de la familia Zapata Duque).

¿Que aquí  comen muy bien? La comida sola no basta, porque mi Dios, que da la comida, también da la enfermedá. Él aprieta pero no ahorca. Y como es grande, nos encima los remedios.  

Misiá Cosiánfira: ¿a usted la tiene  fregada esa como culebra que se le va enredando en las piernas y que  se llama vena várice?  Despreocúpese que ya no va a sufrir más. Tampoco menos. Aquí le traigo esta pomadita bendita…». 

A bordo de esa fértil lengua castigó caminos y veredas en toda  Antioquia, no se le quedó virgen de su zapato ningún centímetro de las sabanas de Bolívar, las orillas del Cauca. Lo conocían en las fondas ribereñas del Magdalena, fue tolimense en el Honda, llanero en Casanare, nariñense en Yacuanquer y boyaco en Paipa, Somondoco e intermedias. 

Le dictó adivinar el futuro que definía como millones de segundos tomados de la mano. Al lado de los remedios estaba  siempre la baraja marcada para desentrañar el destino.  

Entonces se  convertía en el “Gran Profesor”. Leía las cartas de corrido. En eso de inventar, perdón, de predecir el futuro, veía crecer la yerba, se paraba en las pestañas, fumaba bajo el agua, bailaba trompos en l’uña.

Su rostro adquiría el aire del oficio que desempeñaba. Con su pinta de maestro del más allá se instalaba en el mejor hotel  mientras un improvisado secretario ad hoc – adoc-trinado para el  efecto- perifoneaba voz en cuello sus bondades de Nostradamus de  tierra caliente. 

Vendía ilusiones que no pagan impuestos y cobraba barato porque  tenía claro el concepto moderno del comercio: volumen, volumen, volumen.  

Adivinaba el futuro con pelos y señales.  Por eso, mientras  echaba las cartas, cuñaba la plática con recetas certeras. 

Si el marido padecía de pereza sexual, o sea, que no consignaba  en el banco del amor casero por “regar al escondido otras flores”,  recomendaba cucharitas de miel de abejas con leche, en ayunas. Así el sujeto podía rendir en su propia epístola y por fuera. 

Cuando dejaba de ser profesor era capaz de convertirse en  cirujano plástico. 

A unas damas con superávit de otoños encima les vendió algún menjurje que las dejaba con cintura de avispa. La volvía pispas, que son feas bien arregladas.

A la hoja de vida de Jesús Antonio Ochoa le hacía falta una  paternidad responsable. Llegó a ella a través de una morena de  ojos bellos y repetidos de Magangué. 

Su frágil y costeña Dulcinea, de nombre Olga, llenaba un requisito indispensable dentro de los exigentes patronos estéticos de nuestro montañero trotamundos: era caderona, o sea, que tenía las cuatro letras bien echadas de pa’ trás. 

Entre los dos echaron pa’delante y volvieron bebé su intenso amor. Después de los rituales nueve meses que ordenan la ley y el obstetra, un buen día se ganaron el premio gordo de un petacón que llenó de pañales, insomnios, teteros, berridos y caca el prontuario vital  del dueto. 

Para entonces, otro oficio lícito conocido ocupaba los ocios de  nuestro héroe. Juntó experiencias de múltiples artes y restos de dineros bien habidos y con ese principalito montó un café-bar.  

El musical murmullo de las aguas de un río cercano, se peleaba la alebrestada audiencia de borrachitos de todas las clases etílicas que oían los boleros, tangos y vallenatos que molía un piano Wurlitzer. 

Si al río no le podía cobrar para que cantara, Jesús Antonio exigía que se le  echaran «cinco al piano» para que tronaran Charles Figueroa o el Negrito del Batey quien sentó la jurisprudencia laboral de que «el trabajo lo hizo Dios como castigo». 

De pronto, para romper la monotonía sexual, se daba la licencia libidinosa de una canita al aire al margen de su Olga. 

Cualquier día su mujer soñó con algunos cuernos. Cuando despertó sobresaltada, notó que su loco de cabecera no editorializaba (roncaba) a su lado. 

El sueño incluía una mujer. Guiada por el femenino séptimo sentido (exclusivo para detectar infidelias) se dirigió al bar. 

Dicho y soñado: su hombre se gastaba parte de su virilidad en cuerpo de mujer que no era el suyo.

Pillado por su caderona con las manos en la masa ajena, le tocó fugarse por una ventana que daba al río en rigurosa «pelota”. Tuvo que pelar muchos cocos con la uña y encimar hartas  serenatas para volver a ser recibido en casa por la propia.

No se prodigaba en exceso a la hora de brindar su amistad. Pero  cuando la daba, lo hacía sin arrugas ni maquillajes. 

Pero por más amistad que brinden, las hipérboles también se mueren.  El hombre que parecía tocado de eternidad hizo mutis por el foro  de la vida por la vía prosaica de un accidente de tránsito (¿¡)… cardíaco. 

Se bebió muy rápido la vida que le tocó en reparto. Un día el  corazón tocó a su puerta y entró en cese de latidos perpetuos. 

Para los suyos, Jesús Antonio  siempre fue un pésimo muerto porque fue un vivo excepcional. Vivió. Y fue más allá: dejó vivir. 

Le habría gustado permanecer en un anonimato perpetuo al otro del tiempo. Al fin y al cabo, como decía de niño en su Aguadas natal: ¿después de muerto quién vive? (Publicado originalmente en El Colombiano).  

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