Una tristeza alegre o una alegría triste

La plaza que no envejece en Bogotá

Por Fernando Calderón España

Los truenos arriba intimidan. Son las trompetas de las nubes. En esa inmensa palestra blanca un mundo invisible de trompetistas anuncia la lluvia. Es probable que caiga en gotas gruesas o en cristales de hielo pequeño. O que se ahogue en medio de los sonidos roncos del umbral del cielo. 

En medio de ese panorama oscuro que anticipa la noche, alcanzo a imaginar tantas cosas, a pensar muchos hechos que están a la vuelta de los días. O de las esquinas.

Estoy pensando, por ejemplo, que el día en el que abandone Bogotá con destinos sureños, me va a dar mucha tristeza. O mejor, me está dando murria y la trato de disimular imaginando que mi madre, con unos treinta y nueve años, me abre sus brazos para recibirme. Como lo hacía cuando regresaba. 

Caigo en la cuenta, entonces, de que ella tiene hoy ochenta y siete, pero como sigo imaginando cosas, transformo a mi mamá en la tierra en la que nací y, como estoy pensando, deduzco que la que abre sus brazos es la madre tierra, esa que se ama tanto, como a la de carne y huesos. 


Hace un tiempo puse en mi muro de Facebook, un “post” en el que se justificaba, con modestia, por qué a Bogotá le han llamado desde siempre con el apelativo de la nevera


La explicación me recordó mi estadía en esta ciudad por casi 45 años. Y es esta: porque Bogotá abre sus puertas para que todos coman

No hay una aclaración más hermosa que esa. De inmediato llegaron a mi mente las luchas mías y de miles de fugados de la pobreza, en todas sus clasificaciones socioeconómicas, libradas para conseguir el pan de cada día, que en muchas ocasiones dejó de ser el pan del tropo para ser el pan, el de harina, el de levadura, el de la vida dura. 

Un dato: el coeficiente Gini en 1978, año que tomo como de partida de mi vida en la capital de la nación, fue de 0.53 y en 2021 de 0.523. Sobre el Gini sé poco, pero si sé que 0.523 está muy cerca de 0.53. Lo que podría indicar -según los indicadores- que seguimos tan pobres como hace 45 años, solo que con más gente.

A pesar de que la ciudad que nos dio vida, porque la vida nos la dieron otras dos madres, la de cuerpo y alma y la de tierra, Bogotá sigue abriendo sus puertas para que todos comamos. Y quien come, no muere. 

En la capital de la nación, -prefiero que la ciudad sea capital de la gente y no de un territorio- nos encontramos con una urbe inmensa. Así la percibíamos quienes llegamos de poblados pequeños. Era tan fría como hoy, pero el relato popular la hacía más fría por la noción que se tenía del nacido en esta meseta de altas montañas. Había una definición del poblador nativo de la sabana, centrada en su silencio envuelto en ropas pesadas que, además, se cubrían con ruanas de lana. Los ternos oscuros masculinos eran de gruesos paños y la corbata una tira de seda, en los de clase alta, o de poliéster, en los de media y, si acaso, baja. En Bogotá todas las clases han tenido corbatas.

El traje de tres piezas, en la mayoría de los casos, adornado por esa tira, llevaba consigo una simbología con la carga del empleo público. En el sector privado, la corbata no era tan exigida. Tal vez en el bancario. O en el periodismo, o en el trabajo de oficinista, expresión, por cierto, un tanto antipática.

El vestido, como también se le denomina y esa prenda que se apunta al cuello, la corbata, dominaban la moda de esos años en los que irrumpimos en la radio bogotana. También se lucían los corbatines, en los espíritus inflados. 

Como tuve que usar vestido y corbata en la emisora que me había traído de Neiva, Radio Continental, acudí a mi única adquisición en el almacén de “Chucho” Oviedo, un traje de gabardina, color beige claro, como salido del amarillo y el café. Era muy calentano para la rutina en la indumentaria de los habitantes de una ciudad que no pasaba de los 3 millones. Pronto tuve que hacer una libranza en Luis M. Sarmiento.  

Los oscuros dominantes ayudaban a la percepción de frialdad de los moradores y eso colaboraba para sentirlos huraños, encerrados en sí mismos. Las leyendas urbanas, que se hicieron de las rurales, contaban que dejaban arrastrar la ruana para que alguien la pisara y armar así la reyerta. El tiempo nos demostró que no, o el tiempo hizo que de los inmigrantes nacieran los nuevos bogotanos que llevan esa sangre ardiente que subió a la capital y la transformó en una ciudad de todos, o de nadie, que en cualquier caso abre sus puertas para que todos podamos comer. Al menos una vez al día, dicen los estudios. 

A pesar del frio que no se ha ido y que para muchos se ha vuelto más intenso, la ciudad sigue siendo inmensa, tan inmensa como aquel tiempo. Cada día llegan más inmigrantes, internos y externos. Pero sigue siendo la cumplidora de ilusiones, objetivos, metas, y fantasías que van desde lo amoroso hasta lo laboral. 

¿Quién no encontró a su amor eterno o pasajero, aquí? 

Muchos hasta coincidimos en que veníamos de la misma parte. Hubo que venir a la llamada, con nostalgia, Santafé -un nombre que por bonito fue arrancado de las marquesinas que hicieron historia-, para encontrarnos con el amor.

Por tanto que nos ha dado Bogotá, en donde los fracasos se ahogan en el ruido de la urbe, en los lamentos de las ambulancias, en los bramidos de las motocicletas, en las azarosas velocidades de los vehículos, en los sutiles crujidos de bielas, en el beso público, en el grito del nuevo bogotano que ahora se deja oír porque no sucumbe al grosor de la ruana; y en donde los éxitos corren de comedor en comedor, de sala en sala, de bus en bus, de tinto en tinto, es que será triste dejar la ciudad custodiada por murallas de tierra al oriente, por horizontes a veces rojizos, otras, azules al occidente; por senderos que suben a las tierras en donde se fraguó la libertad, al norte, o por los que se deslizan al sur, en donde la piel se tuesta sin la sal del mar. 

No todo será triste. La idea del regreso a la madre tierra, esa que nunca se va como la de cuerpo y alma, hace más llevadera la cercana despedida. Volver a zambullirse en las espumas viajeras, a llorar con los guadales que sí tienen alma, a cantar gloria con el sanjuanero, a repasar las ardientes llanuras, a sentir la ternura del pueblo que quiero, a escarbar en las leyendas y en las verdades nos darán lo suficiente para estar contentos y para seguir escribiendo.

Aquí vuelvo a pensar en las alegrías tristes y en las tristes alegrías.  

Bogotá, mientras se oyen truenos, en un día de abril de 2023.

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