Por Esteban Carlos Mejía, Bogotá
A poco de la primera edición de El olvido que seremos, de Héctor Abad Faciolince, en noviembre de 2005, escribí para el suplemento “Generación”, de El Colombiano, una ya olvidada reseña, en la que decía, palabra más, palabra menos, que ese libro no se leía, sino que se lloraba.
El olvido que seremos es una historia de amor. Algunos la clasifican como novela… novela testimonial, para ser precisos. Yo siempre he visto ese texto como una memorabilia brutal y conmovedora a la vez. En sus páginas no hallo ninguna ficción. Narra en primera persona el amor de un hijo por su papá. Un amor ciego sordo mudo torpe traste testarudo, como en la deliciosa tonadilla de Shakira Mebarak de Piqué. Un amor sin esguinces, holístico, arrasador. Un amor irrepetible.
El hijo es mi amigo Héctor Joaquín. El papá es (era) el inolvidable Héctor Abad Gómez, médico salubrista, epidemiólogo y defensor de derechos humanos, un personaje inusual en el autodenominado país paisa. Recuerdo la vez que me invitó a una caminata señoritera, ida y vuelta, desde su finca San Joaquín hasta la cabecera de la pista del aeropuerto José María Córdova, entonces en obra negra: más de tres horas casi al trote. O la otra vez, en su carro, un Renault 6, creo, entrando a la lata a un round point e imprecando a las carcajadas a los conductores que se nos querían adelantar. Estoy bien, pa’ ser un viejo de 60 años, me dijo, mientras hundía el alpargate y aceleraba hasta hacerse inalcanzable.
Amaba a su familia por encima de todas las cosas. Era un hombre bondadoso, jovial y valiente. Eso sí, les sacaba la piedra a los luigi echeverri de la época por su enojoso irrespeto al Poder. Damas y caballeros del establecimiento antioqueño no lo podían ver ni en pintura. Mejor dicho, lo detestaban en cuerpo y alma. Me consta. ¡Comunista!, le gritaban, porque pedía agua potable para los barrios de miseria. ¡Guerrillero!, lo calumniaban porque, de incauto, se metía como mediador de buena fe en casos de secuestro. ¡Ateo!, porque un cura rabioso lo estigmatizaba cada semana en un programa radial de ingrata recordación, paradigma de la ignorancia, el fanatismo y la majadería clerical. ¡Burgués!, porque se ganaba la vida con el sudor de su salario de profesor universitario. Y también, cómo no, ¡reaccionario!, porque su moderación ideológica o política repugnaba al dogmatismo de cierta izquierda desarmada, pero maximalista. ¡Al bagazo, poco caso!, respondía él, seguía su camino y dejaba hablar a la gente.
El 25 de agosto de 1987 unos sicarios del paramilitar Carlos Castaño, refundador de la patria, acribillaron al doctor Abad Gómez en una calle de Medellín. Ahora, 33 años después, en una columna de la revista Semana, doña Vicky Dávila de Gnecco le reclama a Héctor Abad Faciolince, huérfano de su padre: “Héctor, usted ha sido un privilegiado y un consentido del establecimiento”. ¿Privilegiado y consentido del establecimiento que propició el asesinato de su papá? ¿En serio, Vickita? ¿No te das cuenta de lo que dices? ¿Tan ruina y mezquina eres?
Rabito: “La simple y a la vez dificilísima pregunta que hoy debemos plantearnos es la siguiente: ¿por qué en este momento, aquí en Medellín y en tantos otros lugares de la tierra, los seres vivos más patógenos para los seres humanos no son ni los virus, ni los microbios, ni los parásitos, sino los mismos seres humanos?”. Héctor Abad Gómez. Fundamentos éticos de la salud pública, 1987.