Sábado de las mascotas: Amigos de perro

Nacho y yo. Parcialmente tapado, su hermano Coco. (Foto de Andrea Domínguez Duque)

Por Óscar Domínguez G.

Del general De Gaulle se decía que en las veladas en el Palacio del Elíseo no veía a aquellos amigos o conocidos que poco o nada le interesaban. El mundo está plagado de degaulles. Todos los días alguien nos aplica las llamadas cataratas del general.

Por eso no me extraña que haya conocidos que cuando me ven en la calle sin Nacho, mi perro, me ignoran. Asumen que soy otra persona muy parecida al loquito de gorra  o sombrero que siempre anda detrás de su mascota recogiendo los “sólidos”.

Los hay que me saludan en la medida en que me ven en cuadrúpeda compañía. En este sentido, Nacho se ha convertido en un apéndice más, como mis gafas, mi cédula, el nit. O mi sombra, que soy yo sin nadie por dentro. Interpreto mi sombra como el fantasma de mí mismo, un retrato no hablado de sol. 

Si tengo andropáusica crisis de identidad, Nacho me demuestra que existo cuando me saludan en el parque. Siempre es septiembre cuando camino con mi perro. Me llueven amigos.

Pero mis amigos de perro son fugaces como una jaculatoria.  Ignoro su nombre, dónde viven, qué comen, si viven dentro una hipoteca, si tienen la casa por cárcel, cuántos amores y desamores tienen en su hoja debida. Si prefieren que la encarnación y el mar se los den en plata, como es mi caso.

Cuando son damas las que sacan el perro, el dulce se pone a mordiscos. Un día no saludan, otros tampoco. Si sus encantos físicos encajan en los 90-60-90 , nos dedican una pizca del desdén con que vinieron equipadas al mundo. 

Asumen que detrás del saludo, el can-sujeto  les puede echar los perros, como se le dice al arte de piropear vaya usted a saber por qué. Y como nadie más inofensivo y menos sexy que un hombre que saca su perro a hacer pipí, las bellas de vanguardias y retaguardias agresivas, generalmente nos decretan el fácil olvido.  De pronto nos dan la limosna de una “certaine sourire” que se apaga tan rápido como un suspiro.

Entre hombres con perro incorporado funcionan mejor las cosas. Aquí se puede dar una inclinación de cabeza, un “buen día, señor”, “qué cara está la vida”, ”recuerdos por la casa”, “este país se acabó con el presidente que tenemos…”.

Lo cierto es que estos mismos amigos nos ven pasando un semáforo, o en faenas prosaicas como montar en ascensor, chupar paleta, ahorcar el estrés en un baño turco o tomar tinto, y asumen que no hay que saludar. Falta el perro que da la identidad. (Hablo de perro porque nadie sale al parque con su boa constrictor, su hipopótamo, el gato o una cacatúa, en el caso de quienes tienen esta clase de cómplices).

Poco a poco he ido acostumbrándome a esta discriminación. Creí que había hecho algo importante en la vida como tratar de evadir el uso de lugares comunes, pagar Iva, votar, respetar el semáforo y la cola a la hora de pagar los servicios…,  como para no tener que depender de mi perro a la hora de merecer saludos. No hay tal.

Menos mal Nacho me indemniza con creces por los desaires frecuentes de esos amigos de perro.  Su infatigable rito de presentarme alegres y alebrestados pliegos de peticiones con la cola tan pronto me ve, así lo haya dejado solo todo el día, mantiene intacta mi alegría de vivir. (Líneas sometidas a latonería y pintura).

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