Nacidos en septiembre: Tarzán

Tarzán

Por Oscar Domínguez Giraldo

Hola, amantes de las tiras cómicas. Reciban un saludo cordial desde el bejuco mayor de Tarzán, el Hombre Mono. Cuando digo bejuco, celebro no tener que padecer ninguno de los trancones, tacones o congestiones de tránsito de esa selva profunda de cemento que es la ciudad. Por eso entiendo que muchos de ustedes quisieran vivir en  mi hábitat ecológico. Pero si el hombre mata lo que más ama, no siempre busca lo que más quiere.  

Más que de mí que soy carne de eternidad hace tiempos, esta vez quiero hablar de Edgar Rice Burroughs, mi creador, quien  nació un 1º de septiembre, hace 142 años. Era un gringo bueno, como el pan de cien. No como esos presidentes que madrugan a gobernar por trinos  o los embajadores que les enviamos al tercer mundo como decimos los del primero. 

Edgar Rice, mi papá, era un loco de remate. Pero cuerdo. Parecía un  personaje de Joseph Conrad, ese que redactaba muy bien después de pasar años en la selva. 

Aquí entre nos, les cuento que dos meses antes de dar a la imprenta su libro «Tarzán de los Monos», su obra cumbre, E.R.B. tuvo que empeñar su reloj con hora y todo porque la hamburguesa o el perro calientes, sus golpes preferidos,  andaban embolatados. 

Lo cuento para tranquilidad de quienes no se logran ubicar pronto bajo ningún sol laboral: Little Edgar, como le decían sus tías -y no hay una sola tía mala gente-, cambió de trabajo 42 veces en 12 años.  

En esto se parecía a esos ejecutivos escasos que no duran más de un año en sus cargos. «No hay que dormirse nunca en cuáles laureles», era otro principio que cantaleteaba papá E.R.B. para pasar de un cargo a otro, como hago yo que no me caso con ningún bejuco en especial a la hora de transportarme.  

Tengo la libertad por jaula. A la única a la que le soy fiel es a Jane y eso que por sustracción de materia femenina en la selva profunda, de la que hablaba mi colega el Fantasma (* por Duende que camina). 

Mr. Edgar fue arriero sin caballo en Idahao, frustrado buscador de oro en Oregón, ferroviario sin tren en Utah, hombre de negocios sin éxito, vaquero sin caballo, policía o ‘tombo’ que llaman en Salt Lake City, vendedor ambulante en Poccatello. 

Claro que no vendía un tamal en un derrumbe pero hasta mejor: si hubiera tenido éxito ¿quién me habría inventado a mí para deleite de millares niños y adultos en medio mundo? ¿Quién no ha tenido que ver conmigo y con Jane, mi mujer? Por eso digo que a veces es rico ser pobre, porque entonces hay que meterse la mano a la imaginación. 

A Edgar no le gustaban los lunes, martes, miércoles, jueves, viernes, ni los sábados. Prefería vivir siempre en domingo. Por eso Tarzán tiene un sinónimo que le gustó: domingo, que es cuando presentaban mis películas en los cinemas paradiso de barrio.  

También la muchachada leía esos días, alquiladas, mis revistas. Pero he sido remplazado por Rambos con wasap, gimnasio y SPA. Todo tiempo futuro “fue”  peor. 

En asuntos de imaginación, mi “daddy”, como le gusta que le diga,  fue algo así como el berraco de Guaca o su pariente pobre el putas de Aguadas. Les daba dos puñaladas de imaginación de ventaja al Guapo de Nebraska, el Llanero Solitario, Cisco Kid y Búfalo Bill juntos. 

Sacó tiempo para nacer en la ciudad donde nacen, crecen, se  reproducen y no se mueren los vientos: Chicago. Nació en el año de 1875, muy A.M.mente, para que la mamá tuviera todo el día para comer harta gallina y empezar a recuperarse. (Claro que las comadronas que atendían los partos se comían las mejores presas, pero eso sí ya no es culpa mía). 

Un día, Mr. Edgar estaba más aburrido que un corrupto sin Odebrecht a la vista y se metió de publicista. Tampoco daba una. Para idear eslóganes era pésimo. Lo ponían a crear una cuña para vender cerveza y terminaba publicitando una entrada a la ciudad de hierro. 

Para desestresarse, se divertía inventando fórmulas para ponerle la mano al tranvía de mulas. No corrió con suerte un manual suyo para hacerse rico sin trabajar. 

No me pregunten el porqué, pero le gustaba coleccionar partes meteorológicos. Era de los que decía que a los meteorólogos había que creerles con un paraguas debajo del brazo. «Hay que creer con escepticismo», era otro principio de Edgar Rice. 

Apenas tuvo tiempo  de conseguir novia. Su insípida ‘darling’ se intitulaba Enma Centennia Hubert.  

Finalmente, un día que se les agotó la agenda muy pronto, se casaron, fueron felices pero en vez de perdices me tuvieron a mí debido a que les falló el preservativo de pedal que usaban: el método del ritmo, diez veces menos infalible que un papa. 

Hay otros que dicen que yo nací de un ocio publicitario de  Edgar Rice. Dicho de una vez: agradézcanles a los publicistas porque gracias a uno de ellos, malito más bien, Yo, Tarzán, exosto, perdón, existo. 

Para no alargar el chico de mi concepción, papá Edgar tenía unos 40  abriles y 675 fracasos encima. Ese día D (de mi nacimiento) estaba en la agencia de publicidad escribiéndole otra carta a Enma Centennia. No había podido pasar de: Dear Enma, con quien se casó sólo para tener con quién hablar. (Siempre se preguntó porqué no se llamó más bien Emma, con dos emes,  que es más fácil de pronunciar). 

Como no le fluía nada más en esa hoja en blanco, al dorso de las hojas de la empresa, en horas de oficina, se puso a escribir la historia que llevaba por dentro desde hacía mucho tiempo. Mis amigos: el tipo de esa historia soy yo. 

Y le sonó la flauta como al asno aquel. Según el escritor español Fernando Savater, poquitos como E.R.B. han sabido mantener el interés de lector que, «adolescente eterno, pide más y pregunta en cada pausa: ‘¿Y después'»? Tiene razón el prolífico don Fernando y le sobra para escribir otros 68 libros sobre filosofía y 69 cartas a su hijo. 

Y hasta aquí me trajo el río. Después les cuento mi autobiografía no autorizada. Bye-bye que me deja el bejuco de las diez de la noche. Suyo hasta el capullo, Tarzán de los monos. (Nota pasada por el quirófano para agregar aquí,quitar allá). 

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