Por Óscar Domínguez Giraldo
Era un libro siempre abierto en todas sus páginas para su constelación de amigos. Vive en condición de “fantasma feliz”, rótulo que adoptó para referirse a los muertos. En las ferias del libro era el primero en llegar. Sólo se iba cuando se apagaba la luz de la última metáfora. Lo mismo pasaba en los festivales de teatro o de cine. En todos los ámbitos lo seguimos extrañando.
El eterno enamorado nacido hoy hace 80 años, levantaba un libro y allí había un amigo. Levantaba un amigo y encontraba diez libros. Leídos, releídos, subrayados, amados, padecidos. Los ajenos y los suyos. Su casa estaba cortazarianamente tomada por la literatura.
Si uno es de donde lo quieren, al decir de Alejo Durán, el Cronopio Nacho Ramírez Pinzón era un bogotano nacido en todas partes. Eran tan buen amigo que a los que le fallaban les concedía el perdón y les encimaba el olvido.
Encontró en la lectura y la escritura la receta de su eterna juventud. Como sus colegas creadores, fue inmortal mientras estuvo vivo, como diría cualquier ganador del Nobel. Fue de los privilegiados que vivió de una vez todas sus vidas. Murió de tanta vida que derrochó a manos llenas.
Madrugó a amancebarse con la palabra en su céntrica casa de la carrera13A entre calles 18 y 20. A los 14 empezó su andadura de periodista y escritor que brilló en insólitos escenarios del Chocó, la Guajira, Cúcuta, Neiva, Florencia, Bogotá, las europas. En cualquier parte de la aldea global entrevistó a los creadores de la diáspora. Testigos, sus libros.
En la Guajira encontró a su princesa wayúu, la Toya Boscán que lo hizo taita de Karmen, actual congresista por el Pacto Histórico, Gretel, y su doble, Miguel Iván.
Como escogió el escepticismo como trinchera, los dioses le regalaron el don de la palabra y de la escritura. Aprovechó esos dones para promover talentos en ascenso. Pensaba con Tagore, que el bosque sería muy triste si solo cantaran los pájaros que lo hacen bien.
El Cronopio Nacho, lúdico, literáludico, íntegro, sin tachones en su hoja debida, fue un feliz improvisador. Cuando necesitaba una palabra y no la encontraba en su disco duro, el hombre de nariz quevediana simplemente la sacaba del sombrero.
Cuidaba su prosa como su tío Miguelito mimaba su jardín. En su lento y difícil ocaso, le preocupaba más no encontrar el sustantivo o el adjetivo correcto. Eran su ética y su estética de hombre de palabra.
Si no hay trenes en el Walhalla en que se encuentra, para Nacho no valió la pena morir. Pocos como él viajaron felices en ese cachivache mágico como los circos. “El tren éramos él (su padre) y yo”, escribió en su obituario. Se le daban tan bien los obituarios que daban ganar de morir para aspirar a uno.
Sus achaques de los últimos años lo llevaron a concluir con su espléndido humor negro: “No clasifico para muerto”. Si hubiera creído en Dios le habría pedido la limosnita de una eutanasia que defendía cuando no hay posibilidad de vida amable.
Su cómplice solidaria Teresa Montealegre editó su último libro: “Los fantasmas felices”. Consígalo prestado y róbeselo. Hace rato se fue a vivir en sus páginas después de vivir varias muertes hechizas. Como la del otoño del 2000, en Italia, cuando estuvo en el famoso túnel. No le había llegado el turno de recitar con su memoria del borgiano Funes: ”Polvo seré, más polvo enamorado”.
Caigo en la tentación de reproducir la dedicatoria que nos escribió a Gloria y a mí: “Para el papá de Andrea y la Dulcinea del papá de Andrea, o sea, mi madrina, y, en consecuencia, la mamá de Andrea. Con mis esqueletos muertos de la risa y mi cariño vivo”.
“No murió quedó encantado”, escribió Geraldino Brasil “pensando” en Nacho. Por estos días seguirá merodeando donde quiera que lo recordemos, acompañado de otros dos fantasmas felices: La vieja Felisa, su madre, que le regaló la palabra; Ignacio, su taita, que le deparó la fantasía. Feliz cumpleaños, querido Ignacio.
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