Madres alternas

Sector del barrio La Candelaria, en Bogotá. (Dibujo de Juan Fernando Domínguez Duque)

Óscar Domínguez Giraldo

Cuando uno se larga de la casa dizque para montársele a la vida, termina arropado por esas madres alternas que son las dueñas de casas de inquilinato. Disfruté – y padecí – a tres de ellas cuando desembarqué en  la plaza  bogotana.

Las caseras prohibían la entrada de mujeres, atrasarse en el arriendo y poner  duro la música. En los inquilinatos faltaban agua caliente y  ternura de mujer. (Decía el padre Arcila, párroco de Sabaneta, que al cardenal y arzobispo de Medellín, Alfonso López Trujillo, le faltó eso, ternura de mujer).

Éramos cuatro los aventureros con los que tuvo que lidiar doña Berta en su casa del barrio 12 de octubre, en el Bogotá de 1964, cuando aterrizamos en vuelo de Aerocóndor. Los prófugos apellidados Muñoz, Flórez, Uribe y Domínguez,  no vinimos a tragar polvo en carretera.

Mamá Berta, sesentona, dormía con un ojo abierto, como el último mohicano, temerosa de que nos voláramos sin pagar la cuenta. Éramos soñadores, no conejeros. Nunca conseguimos trabajo. Tampoco lo buscamos. Triturar horarios de oficina no figuraba en nuestra agenda.

En esa primera volada de casa (1964) los patos del andén de Envigado nos despidieron como a héroes. Quedamos de regresar con plata. Como en la canción de Aznavour “teníamos salud, sonrisa, juventud y nada en los bolsillos”. Estábamos sobregirados en vida. 

Pero solo  con vida no se paga  arriendo ni se asegura el almuerzo. Derrotados,  los hijos pródigos fuimos regresando al hotel mamá.  Los patos del andén nos recibieron sarcásticos: ¿Y de la  plata qué?, nos gozaban. “Siguiente pregunta”, era lo único que se  nos ocurría responder.

La Paisa, cincuentona, segunda mamá alterna, era bravita. Se volvía amable y me regalaba una mirada de monalisa criolla cuando le pagaba los ¡400! pesos mensuales del arriendo.

Mi paisana, a la que le decíamos la Mona, era una mujer miti-miti: mitad ternura y mitad rigidez. Su marido era un bogotano feliz, Ernesto Franco, creador de Copetín, famosa tira cómica inspirada en la vida de un gamín bogotano. Para no beber solo, Franco me invitaba a acompañarlo. Como tenía voto de obediencia etílico, le hacía dueto.

Doña María, costeña,  setentona,  fue la  mamá alterna estrella. Era diminuta. Jamás se daba el lujo de la sonrisa. Era su forma de marcar distancia. Don Rafael, su marido, celador, era  delgado como los cigarrillos que fumaba. Revelo el secreto de ese feliz matrimonio: don Rafa siempre le decía sí a su mujer. La pareja sin hijos quería más a sus siete gatos que a los huéspedes.  

Cuando me llegaba correspondencia, doña María  gritaba: Le llegó carta. Se alegraba de que alguien en el mundo se acordara de sus lobos solitarios. Nunca me llamó por el nombre ni por el apellido lo que me hacía sentir como si no existiera.

Fue con la que mejor me entendí. Aunque el papa no crea, nos unía la música de los Rolling Stones que escuchaba en mi grabadora. “Es la música de acuario”, me dijo en una ocasión. Quedé en babia.

Adivinaba la suerte los lunes pero solo a las mujeres. Nunca supe que la rectificara el zodíaco. Cerca del Día de la Madre las recuerdo y les deseo feliz eternidad.

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